La batuta de Barbón

El sorprendente cambio de criterio del presidente asturiano en cuestión de horas

Adrián Barbón, en la sede de la Presidencia del Principado.

Adrián Barbón, en la sede de la Presidencia del Principado. / Miki López

Francisco García

Francisco García

La "superconsejería" que iba a ser "rompedora" se hizo añicos en cuestión de horas. Iba a ser "transformadora" y se quedó en transformista, pues se vistió y desvistió más rápido que La Coquito, tal que el macroproyecto quedó para vestir santos. La sorprendente iniciativa duerme el sueño de los justos: duró menos que el sueldo de un becario.

"Novedosa" sí que parecía, porque reunir en un mismo departamento los servicios sociales, la cultura, la política lingüística y el deporte no se le ocurre ni al que asó la manteca. Vanessa Gutiérrez tiene ganada fama de empleada eficaz, pero la carga impuesta se antojaba ciclópea. Era como acudir en una misma jornada al palco del Molinón a presenciar el derbi después de haber comido con los ancianitos el menú de una residencia del ERA viniendo de presentar un libro de poesía en bable en la Academia de la Llingua. Tan hercúleo como empezar el día matando al león de Nemea y acabarlo robando las yeguas de Diomedes.

Dijo el presidente en una de sus comparecencias marxistas de estos días (marxistas por la vía de Groucho no por la del barbudo Karl) que la principal responsabilidad de un director de orquesta es "hacer equilibrios". Pues va a ser que no. Para hacer equilibrios están los saltimbanquis y los funambulistas. Quien tiene en su mano la responsabilidad de la batuta ha de conseguir que la formación musical suene bien y no desafine. Que no chirríe la pieza y evitar que los violines parezcan las bandurrias de la Banda de Mirlitón. 

Si Barbón aspira al magisterio de Von Karajan y sus consejeros a primeros músicos de la Filarmónica de Berlín, el empeño máximo del uno y los otros ha de ser sacar de una vez a esta región de primero de solfeo y conducirla a lo grandes auditorios. Lo demás es descoyuntarse por las escaleras de la disonancia. Déjense de partituras mutantes y de malabares con las corcheas y dedíquense a convertir el adagio regional en un constante allegro. Y a echarle bemoles a la gestión, en lugar del frecuente pizzicato.

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