Un mundo a peor

Han pasado dos años desde el ataque ruso sobre Ucrania y lo que para el invasor iba a ser el paseo militar aplastante de una guerra relámpago se ha convertido en la perpetuación diaria del cementerio, un territorio inhóspito donde los que más sufren son los civiles. El mundo es un lugar menos habitable en los últimos 24 meses, con los proyectiles bélicos vomitando también fuego sobre Gaza. De nuevo la silente población civil en el punto de mira, chivo expiatorio de las decisiones equivocadas de sus dirigentes. Como ovejas condenadas al matadero de una lotería de bombas que eligen dónde caer para hacer más cuantioso el daño, mujeres y niños, ancianos y enfermos sufren las consecuencias de la falta de respeto de la metralla hacia los preceptos del Derecho Internacional Humanitario. ¿De qué sirven normas universales rubricadas solemnemente para salvar vidas y aliviar el sufrimiento humano en los conflictos bélicos si se sortean impunemente a cañonazos?

Durante la crisis del coronavirus y el recrudecimiento de la pandemia, recién llegados de atravesar el desierto de una crisis económica y financiera sin precedentes, muchos convenimos en que estábamos mejor cuando pensábamos que estábamos peor. Los que sufren hoy en su carne mutilada los horrores de las dos guerras activas seguramente piensen que lo peor aún está por venir. Las democracias tradicionales, inoculadas con el virus de la polarización, contemplan estupefactas el avance de los populismos y los regímenes totalitarios como elementos desestabilizadores. ¿Quién puede dormir tranquilo si el mando de naciones poderosas está en manos de tipos como Putin, Kim Jong Un o Maduro? Y la sombra siniestra de Trump, asomando por la esquina de las primarias de EE UU…

En la guerra todos pierden, pero algunos pierden más que otros. En Ucrania y en Oriente Medio pierden sobre todo los más desvalidos. ¿Alguien duda que hoy el mundo es peor que ayer y puede que, aún así, sea mejor que mañana?

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