Opinión | Asturias y los asturianos

Carbayos centenarios

La relación entre Gustavo Bueno y Juan Manuel Junceda

Carbayos centenarios

Carbayos centenarios / LNE

Gustavo Bueno y Juan Manuel Junceda nacieron y murieron el mismo año. Los dos eran hijos de médicos que compartían la condición de "pequeños filósofos". Sus vidas, además, se entrecruzaron con alguna frecuencia: el pensador le pagaba con sus libros las consultas que el oculista nunca le cobraba, unos textos que este subrayaba con espíritu crítico. Sus dedicatorias eran geniales. "De entre los animales solo uno alcanzó el nivel de la divinidad, el hombre, quien por eso es el menos ‘comprensible’ de todos", le firmó en "El animal divino" con letra orientada hacia el ángulo superior derecho de la página.

Cuando Bueno pedía cita le solían dar la última de la tarde, para que paciente y especialista pudieran conversar sin prisas sobre cualquier asunto, menos de oftalmología. Eso acostumbraba a hacer con otros ilustres que le confiaban su salud, como Alarcos o Díaz Merchán, por citar solo a dos. Al regresar a casa, se le notaba una especial satisfacción, por el privilegio de haber podido departir con quienes consideraba –y eran– auténticas figuras.

Los contactos con Bueno tenían siempre como resultado el retorno de mi padre a los ensayos. Tal vez para no desentonar demasiado en su próximo encuentro, dedicaba horas y más horas a Zubiri, García Morente o Marías, poniéndose las gafas de montura negra que empleaba para leer. Su biblioteca repleta de clásicos es en cierta medida tributaria de los largos diálogos mantenidos con Gustavo Bueno, algo que le animaría a matricularse en filosofía al final de su vida.

La profunda inquietud intelectual de estos asturianos contemporáneos no estaba reñida con su gran sentido del humor. Aún me acuerdo de un mordaz comentario que me hizo Bueno sobre un joven vecino de escalera que, según su orgullosa madre, tenía las ideas muy claras y vocación de registrador de la propiedad. "Tendrá las ideas claras, pero pocas a su edad; y esa vocación será más bien la de cobrar el arancel", me soltó con su formidable ingenio, característico movimiento de manos y su contagiosa risa.

La franqueza con que ambos se expresaban, y que en don Gustavo puede aún comprobarse en internet –en ocasiones con vídeos descontextualizados o recortados con bastante mala uva–, era consecuencia del convencimiento íntimo de aquello que observaban y defendían con ardor. Y de la perplejidad que les provocaban los disparates perpetrados por patanes o eruditos a la violeta, algo ya habitual en aquella época y que desde entonces se ha multiplicado por cien mil. Esa pasión por la razón y la verdadera naturaleza de las cosas les dotaba de un atractivo singular, unos rasgos cada vez más difíciles de encontrar en nuestra actual sociedad, incluidas las élites culturales, en el entendido de su existencia. Por cierto: en el año en que nuestros protagonistas se fueron, lo hicieron otros con similar personalidad y estrechos vínculos de amistad, como Álvaro Delgado o Ignacio Gracia Noriega. El 2016 fue sin duda un "annus horribilis", con pérdidas irreparables.

Al igual que los tejos o carbayos centenarios, que acumulan primaveras sin perder su esplendor, lo propio sucede a esta inigualable cosecha del veinticuatro del pasado siglo que nos ha legado nombres tan merecedores de recuerdo. Quienes nos han ocupado, a los que cabría sumar al insigne psiquiatra ovetense Francisco Alonso-Fernández, forman parte de ese extraordinario patrimonio colectivo que permanecerá en el tiempo. Y que también nos debiera servir como inmejorable espejo en el que mirarnos para tratar de dar la talla.

Esta generación, desde luego, no se casaba con nadie y hacían muy bien. Por eso se han ganado a pulso los reconocimientos que celebran sus primeras centurias, una memoria que tendríamos que saber aprovechar para seguir más de cerca sus ejemplares obras y trayectorias, esas que tanto engrandecen a los pueblos.

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