Opinión

Domingo de Resurrección

Domingo de Resurrección

Domingo de Resurrección / Luis Meana

Con la festividad de la Resurrección celebra el Cristianismo la supuesta victoria de la vida sobre la muerte. Canta, desafiante, San Pablo: "¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?". Resurrección triunfal a la que el apóstol da máxima importancia: "Pues si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe" (Carta a los Corintios). Frase con algunas inconsistencias. Por exceso de utilitarismo. Siglos después proclamaría Nietzsche lo contrapuesto: la muerte de Dios. Y Voltaire, tercero en discordia, escribe en una carta a Federico el Grande de Prusia: "Si Dios no existiese, habría que inventarlo". Dicho y hecho: la teología política inventa en los tiempos modernos una nueva divinidad, el "Pueblo", al que traspone los atributos de Dios. Cumpliendo, una vez más, la famosa sentencia de Carl Schmitt: todos los conceptos centrales de la teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados.

El mito/dogma fundamental de las democracias modernas es que todo poder emana del pueblo. Como lo condensó Lincoln en aquella famosa formulación de Gettysburg, "esta nación… tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la faz de la Tierra". Hay que decir que esa teorización política sobre el pueblo tiene tanta fundamentación como la resurrección cristiana. Para desgracia de creencia tan querida, son numerosos los pensadores que han dudado de la verdad de esa tesis. Un par de ejemplos. Tito Livio: "Nada hay tan poco digno de estima como los juicios de la multitud". Cicerón: "¿Es razonable dejar la vida de un sabio en manos del juicio de los necios?". Montaigne: "El pueblo, juez poco exacto, fácil de engañar, fácil de contentar". Y en otro lugar: "Y el juicio sobre… la materia más difícil e importante lo remitimos a la voz del pueblo y de la multitud, madre de ignorancia, de injusticia y de inconstancia". Y Heráclito muchísimo antes: "… A los hombres les pasan desapercibidas cuantas cosas hacen despiertos, del mismo modo que se olvidan de lo que hacen cuando están dormidos".

Pero todas esas reflexiones se quedan en nada si las comparamos con variación total de comportamiento del pueblo judío entre el Domingo de Ramos (entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén) y el Domingo de Resurrección (Juicio y Condena de Cristo). En sólo unos días, la multitud pasa de la adoración más absoluta a la abominación más feroz. Los hechos los narran los Evangelios: entra Cristo en Jerusalén montado, sorprendentemente, en un pobre pollino (encima prestado), ocurrencia llena de simbologías, además de magistral efecto narrativo. Al enterarse la muchedumbre de que Jesús se dirige a Jerusalén, cogen ramas de palmeras y salen a su paso gritando: "Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel". La gente, totalmente entregada, extiende mantos a su paso. Los fariseos, cabreados, dicen a Cristo: "Maestro, reprende a tus discípulos". Respuesta: "Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras". Arrebato total ante el profeta al que otorgan los calificativos más elevados: Mesías esperado, Rey de los Judíos, Enviado de Dios.

Ese ambiente de absoluto júbilo nada tiene que ver con la atmósfera agresiva, sombría y fatídica del Juicio y Condenación del Nazareno. Dejando de lado sucesos tan significativos y reveladores como el beso y la traición de Judas, las negaciones de Pedro, la soberbia envenenada del Sanedrín, las burlas de Herodes y las vejaciones de soldados y cortesanos (corona de espinas, manto de púrpura, bufas, escupitajos y postraciones irreverentes), la escéptica frase de Pilatos sobre qué es la verdad, lo realmente ininteligible es el comportamiento y reacciones del pueblo azuzado por los oligarcas judíos (Anás, Caifás, escribas y ancianos). Que incitan a la gente a las acusaciones religiosamente más graves: declararse Rey de los Judíos e incluso Hijo de Dios. Pero Pilatos no ve delito alguno en esas teologías. Herodes tampoco. Cuando Jesús llega de vuelta a Pilatos, la muchedumbre brama: "Crucifícale, crucifícale". Sucede entonces la escena simbólica más grande de autoexculpación de la historia humana: Pilatos lavándose las manos y advirtiendo: "Soy inocente de la sangre de este justo. Allá vosotros". Pero ellos, más enfurecidos aún, profieren la atrocidad máxima: "Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos" (San Mateo). Así que, cuando Pilatos, por miedo, les plantea un dilema sencillo –"¿a quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, el llamado Cristo?"–, responden a una, para estupefacción de los siglos: a Barrabás. Aclara el Evangelio, con una especie de asombro metafísico, que el tal Barrabás era un asesino.

No hay mente sana que pueda entender una decisión como ésa: en la tesitura de elegir entre un criminal confeso y un hombre justo, al que ellos mismos habían glorificado días antes, estos hombres de dios optan por el asesino. Sin ninguna duda. Con disposición fanática: cegados sus ojos y endurecido su corazón, dice el texto. Si de la parte pasamos al todo, habrá que concluir que difícilmente el pueblo puede ser buen juez en nada, y que por eso difícilmente podrá servir de guía o salvación en las grandes encrucijadas históricas. Porque en un momento cae cautivo del mayor entusiasmo, pero en el siguiente es presa del más abyecto rechazo. En este drama de Jerusalén, vemos a la muchedumbre convertirse en fanática propulsora de la muerte de un justo, atrocidad que comete con la misma ligereza con la que los atenienses le dieron la cicuta a otro justo entre los justos, Sócrates. Mostrando su más perniciosa debilidad: la facilidad con la que la manipulan los oligarcas de turno, en este caso Anás, Caifás y toda la panda farisea/saducea. A la vista de eso, es dudoso que el pueblo pueda ser fundamento último de nada. Así que ese dogma tan amado por la modernidad (todo poder emana del pueblo) parece estar bastante escaso de base. Como lo estaba la inducción, a la que Hume pulverizó. Será razonable confiar, como hace la democracia, en el número (mayoría), pero, por importante que sea el número, no tiene poder suficiente para legitimar aberraciones.

Suscríbete para seguir leyendo