Opinión | Un asturiano en Londres

Víctimas por vocación

El triunfo de las emociones frente a la racionalidad en el discurso público

En los últimos años, el discurso político occidental ha sufrido una metamorfosis digna de los mejores dramas griegos. La narrativa de la victimización se ha erigido en un pedestal, eclipsando con su sombra incluso los más altos logros personales y la resiliencia humana. Donde antes glorificábamos la valentía individual, la meritocracia y la capacidad de sobreponerse a la adversidad, ahora el mundo parece rendirse a los pies de las víctimas, sean estas reales o imaginarias, en un desfile de corrección política que más que una corriente de pensamiento parece un contagio virulento.

El conflicto entre Israel y Hamás es un claro ejemplo de cómo esta tendencia ha impregnado la política global. Los intentos de Israel por repeler un ataque terrorista sin precedentes son recibidos con una condena generalizada, mientras se organizan manifestaciones en universidades de medio mundo.

Aunque el ataque del grupo terrorista Hamás el pasado 7 de octubre fue una muestra de brutalidad sin igual, el foco internacional se desplaza curiosamente hacia la magnitud de la respuesta israelí, como si la agresión inicial mereciera menos atención que la reacción. Es cierto que la represalia puede resultar severa, pero olvidamos convenientemente que en una guerra el objetivo es, precisamente, ganarla. Uno no puede evitar preguntarse: ¿Dónde están las protestas globales exigiendo la liberación de los ciudadanos secuestrados por Hamás?

Esta perspectiva no hace sino ilustrar una tendencia preocupante: los conflictos se simplifican cada vez más en un esquema binario de opresor y víctima. Si continuamos interpretando la historia como una lucha entre buenos y malos, estamos destinados a perder de vista la complejidad del mundo en que vivimos.

La cultura de la victimización no se limita a los problemas internacionales; ha penetrado profundamente en la política doméstica. Políticos de todos los espectros han adoptado la victimización como arma política. El ex presidente Donald Trump, por ejemplo, construyó gran parte de su identidad política presentándose como la máxima víctima de un sistema corrupto. Su famosa frase, "Yo soy vuestra retribución", resonó entre aquellos que se ven a sí mismos como víctimas de injusticias sistémicas. Esta estrategia, lejos de ser exclusiva de Trump, ha encontrado eco en el panorama político español. Hemos presenciado recientemente cómo el presidente del Gobierno, sintiéndose víctima de una persecución mediática, optó por hacer pública su queja para ganar simpatías. Sus cinco días de reflexión son un ejemplo magistral de cómo la victimización puede convertirse en moneda de cambio cultural y político.

Este cambio de paradigma distorsiona el discurso público, relegando el debate sustantivo a un segundo plano en favor de llamamientos emocionales. Se apela a las entrañas, a las emociones, a los instintos más primarios, pero se olvida que estos no pueden guiar el complejo entramado económico y social de una nación.

La narrativa de la victimización ha penetrado incluso en las instituciones educativas, moldeando las mentes de las generaciones más jóvenes. Muchas universidades internacionales han adoptado planes de estudio que enmarcan los problemas históricos y contemporáneos en términos de opresor y oprimido, colonizador y colonizado. Esta visión simplista ignora los matices de las experiencias individuales y colectivas, reduciendo las dinámicas sociales a una dicotomía artificial. Revisar la historia desde el confort del presente y juzgar el pasado con criterios actuales no aporta más que una justificación a la victimización que alimenta las injusticias del presente.

El auge de la cultura de la victimización y el narcisismo implícito tienen consecuencias de largo alcance. Fomentan un ambiente político divisivo y confrontacional, donde ser percibido como víctima puede otorgar más capital social y político que los logros reales. Este cambio socava los cimientos de la meritocracia, donde el esfuerzo y el éxito eran los pilares del progreso.

Cuando la victimización se convierte en moneda corriente, hay menos incentivos para el diálogo constructivo o la búsqueda de terreno común. En su lugar, el discurso político se convierte en una competición por ver quién sufre más, quién está más oprimido, es una danza macabra donde cada uno trata de superar al otro en una carrera hacia el victimismo supremo. Es como si dijeran: "Yo sufro más que tú, yo estoy más oprimido que tú. Así que deberías prestarme más atención, porque soy una víctima. Y si no lo haces, te conviertes automáticamente en el opresor que acabo de denunciar". En este juego de espejos no hay escapatoria.

Abordar la cultura de la victimización exige un esfuerzo conjunto por promover una comprensión más equilibrada y matizada de los problemas sociales y políticos. Implica reconocer los agravios legítimos sin permitir que eclipsen la importancia de la responsabilidad personal y el mérito. Fomentar el pensamiento crítico y la resiliencia, especialmente en entornos educativos, puede contribuir a contrarrestar la narrativa predominante de la victimización.

Es esencial recordar que la verdadera fortaleza de una comunidad no radica en su capacidad para reclamar el estatus de víctima, sino en su capacidad para superar la adversidad y celebrar los logros de sus miembros. Después de todo, en el gran teatro de la vida, ser víctima puede ser un papel, pero no debería ser el único guion disponible.

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