Opinión

Recuerdos del Cares: viejas andanzas al inicio de una nueva temporada del salmón

Historias junto a un río mítico del oriente asturiano

Tres pescadores, ayer, en el coto Niserias, en el río Cares.

Tres pescadores, ayer, en el coto Niserias, en el río Cares. / EMILIO G. CEA

Durante cuarenta años disfruté de muchos días extraordinariamente felices a la orilla del río y nunca agradeceré bastante a mi padre haberme iniciado en la afición a la pesca desde edad muy temprana, primero tras las truchas y luego tras los salmones, aunque hubiera que levantarse a las seis de la mañana. Creo que solamente los que también hayan disfrutado de esta afición saben de la pasión que ella puede llegar a despertar: ¡ahí, ahí, detrás de la piedra!, cuenta mi mujer que soñaba yo en voz alta en las vísperas de los tan esperados días de pesca. Aún añoro aquellos años después de tantos otros como han transcurrido y hoy, cuando empieza nuevamente la temporada, me vienen de nuevo muchos de aquellos recuerdos, animándome a poner por escrito algunas batallitas del abuelo con la esperanza de que puedan entretener a algún aficionado a la pesca.

Empezaré por el Este, por donde sale el sol, por donde empieza el día, por el río Cares, Cares y Deva, que suenan como Calixto y Melibea, corriendo ansiosos a emparejarse aguas abajo; un astur y una cántabra, como Ermesinda y Alfonso, origen del Reino tras Pelayo. El Cares, maravilloso río verde, nervioso y transparente que, enriscado entre las peñas, traslada la nieve de los Picos hasta la playa de Unquera.

Empiezan, pues, hoy mis recuerdos en el río Cares, en un estrecho canal de fuerte corriente cercano ya a Arenas de Cabrales que llaman Arrudo, en el que se cruzaba el río por un rústico puente de dos troncos y unas tablas, próximo a una dificultad natural en el cauce que dificultaba la subida de los salmones. No es un suceso para celebrar, desde luego, lo que voy a contar, cuanto más como presentación para el inicio de un relato, pero creo que debo confesarlo por respeto a la historia, y creo, además, que debe conocerse porque quizá lo sucedido se haya repetido en otras ocasiones, en el mismo sitio, con otros protagonistas. Por otra parte, nada mejor que confesarse para iniciar una historia: pareceré más fiable. En realidad ya lo he confesado hace muchos años en un ámbito más reducido y padecí entonces las despiadadas críticas de un furibundo pescador de más allá del Pajares, que entendía que yo era el causante de la decadencia del salmón asturiano. De otro lado, el Arrudo es el punto más alto del río Cares en el que he estado pescando por lo que, según el plan trazado, allí tengo que empezar; hasta allí llegaban los salmones y, por la experiencia que seguidamente contaré, muy pocos conseguirían continuar su migración hacia Arenas.

Pescando allí en una preciosa mañana de junio, de 1954 quizá, en compañía de dos hermanos menores de edad y con mi mayoría recién estrenada, presencié, compartí, consentí cómo el joven secretario ribereño a quien nuestro padre nos había encomendado – que brincaba entre las rocas como un rebeco– garrampinaba cinco salmones en cosa de una hora, el tiempo que tardamos en sacarlos, hasta que apareció nuestro honrado y desprevenido padre con sus cañas de mosca y cucharilla para interrumpir bruscamente la exitosa faena. Después de la correspondiente e indignada reprimenda, nos metió en el coche a las dos de la tarde y nos trajo a Oviedo en el más agobiante de los silencios, donde entregamos los salmones en el Asilo de Ancianos que había en la esquina de las calles Muñoz Degraín y Sacramento.

José Luis Hevia, en Los Cuérrigos. | J.L.H.

José Luis Hevia, en Los Cuérrigos. / J.L.H.

La estadística no se vio afectada pues, faltaría más, los salmones fueron precintados legalmente en el poco frecuentado puesto de control de Arenas, donde no nos conocían -y donde no sabían ver las huellas de los anzuelos (y no había cupos, agrego). En mi descargo alego juventud, inexperiencia, prescripción y buena conducta posterior: nunca más volví a pescar en el Arrudo. También podría alegar las cuatro aburridas horas que previamente pasamos sin picada alguna antes de que nuestro joven ganchero decidiera quitar la chapa a una cucharilla y colgar una gran riestra de plomos en el grampín. Ahora sé que si hubiéramos puesto los mismos plomos mientras pescábamos legalmente a meruco los salmones nos habrían picado, pues el cebo se habría detenido donde ellos estaban.

Aguas abajo del Arrudo y, por supuesto, desde que se recreció la presa de Niserias, este tramo no daba muchos salmones, pues estaba acotado por Turismo y no era muy frecuentado. Aún así, pesqué un salmón a cebo en un pozo a la altura de Trescares, que había visto previamente, y otro pequeñín un poco más abajo a cucharilla. En este pequeño embalse, donde luego se montó la pasarela, había una buena postura de mosca donde, según contaba Julián, pescaba muchos salmones un francés que venía todos los años y que se hospedaba en su casa (casa a la que acudió el Caudillo en una urgencia). Y fue precisamente en este tramo, creo que en la truchera vega de Mier, donde murió con las botas puestas el primer presidente de la Asociación Asturiana de Pesca, Don Jesús Varela, que cayó allí al río, víctima, estoy seguro, del infarto provocado por el gran tamaño de la trucha que le había picado. Por encima de la presa, años después de mi retirada, desde el restaurante construido por Julián sobre el río, en pleno verano y cerrada ya la temporada, vi una vez un gran bálamo de salmones.

Si seguimos descendiendo, llegamos inmediatamente a la pecera, que llamaron "reserva" pero que se pescaba legalmente y que apareció debajo de la presa después del recrecimiento de ésta. En los años cincuenta hubo reservas – Los Llaos y las Cañeras en el Sella, Las Mestas en el Narcea y alguna otra– pero no se pescaban, salvo la visita institucional del mes de mayo y algún amagüestu. La de Niserias fue tan demandada por los pescadores como la de Piedra Blanca, en el Esva, donde también se recreció la presa para una piscifactoría. No pude pescar nunca en la reserva de Niserias, porque nunca saqué un número bastante bajo en los sorteos de los cotos, pero sí pude pescar el cupo (eran tres, entonces) en el coto siguiente, cuando acompañaba a unos turistas novatos de Madrid, amigos de un amigo; lo recuerdo bien, porque uno de los turistas, de aristocrático título, al intentar ganchear uno de los salmones dejó mi gancho plegable, enrollable, de bolsillo, francés –que me había regalado mi entonces novia, y que yo apreciaba mucho– en el lomo del salmón, que se lo llevó río abajo y que ya no venía cuando orillamos de nuevo el pez. Y recuerdo también muy bien dos salmones que saqué una mañana en el río libre, hacia Los Picayos, después de cruzar la pasarela de Niserias por los cables, pues apenas le quedaban tablas, y pescando por la orilla derecha, sin ganchero que me ayudara en aquella difícil orilla, lo que aporta mucha más emoción a la captura. Y no fue menos arriesgado y emocionante el cruce de vuelta de la pasarela, agarrado a los cables, lloviendo, con los dos salmones (eran abrileños) y las tres cañas (también estaba muy frío y me había puesto los calcetines que llevaba de repuesto en mis heladas manos). Y contaré que otro día que andaba por aquella zona y que no podía pescar porque diluviaba y el río estaba muy crecido, vi desde la carretera como un ribereño sacaba varios salmones desde la orilla derecha, debajo de una roca larga en la que debe haber una cueva protectora que él conocía; supongo que pescaría con hilo del nueve o del diez, porque conseguía arrimar los salmones y ganchearlos él solo (quizá los pescadores más noveles no sepan que en aquellos tiempos no se empleaban sacaderas, sino ganchos afilados de acero con un mango de madera de un metro aproximadamente)

No tengo muchas experiencias de río libre en el Cares, además de la que acabo de relatar, pues los turistas, deportistas o amateurs, según nos llamaban (deportistas del hilo nos llamaba un cronista del periódico Región) teníamos pocas probabilidades de éxito al lado de los hijos de Abel, de los hermanos Torre y de la cuadrilla del padre de Arturín, del que ya no recuerdo el nombre, que dominaban el río desde la carretera "a vista" y desde la orilla con la caña; Arturín, gran pescador desde muy joven, al que la vida trató cruelmente. Sin embargo, aún puedo contar alguna otra pescata en el Cares antes de llegar a la confluencia con el Deva. Una en un pozo cuyo nombre no recuerdo (la Curva, quizá) a quisquilla, en verano, cerca de la carretera, con hilo del 5 dada la transparencia del agua; y otros dos, con gran esfuerzo, en zona de imposible acceso para turistas, a la que llegué por una pista desde la carretera Panes-Potes, en un pozo llamado "La Encina", bajando como un cabraliego por la escarpada roca desde lo alto hasta el río en compañía del "Pecao", pintoresco ganchero al que había acudido para que me ayudara a bajar la peña y poder pescar a cebo el pozo desde la orilla derecha, pues desde la izquierda no era pescable con nuestras cañas de bambú de cinco metros. Fue una bajada –y luego subida, y cargados- de puro montañismo, pero había alguna mata a la que agarrarse, y ¡mereció la pena! el meruco es infalible con salmones que no lo conozcan mucho. El año anterior había pescado en la cabecera de ese pozo, a cucharilla, un salmón orillado, en poca agua, quizá de subida, y me quedé con las ganas de volver por la orilla de la montaña para registrar el pozo a cebo. Y en el mismo sitio, desde la carretera esta vez, acompañaba en una ocasión a mi muy querido amigo, mi primer maestro en la pesca del salmón, el doctor Pepe Luis Pérez-Lozana, y a un ocasional amigo que le habían encomendado, un registrador de la propiedad que quería empezar a pescar. La suerte protege a los principiantes y el registrador enganchó con su cucharilla un enrredijo de nylon al final del cual venía medio muerto un salmonín de menos de tres kilos. Como no esperaba que sus amigos de la tertulia de Oviedo se creyeran que había pescado un salmón en su primer día en el río, nos llevó al notario de Panes para que levantara acta, en la que firmé como testigo, y así constará si el notario incorporó el documento a su protocolo. Más abajo, antes de la confluencia con el río Deva, fue muy famosa en tiempos la Vega de Llés, donde se pescaban, según decían, muchos salmones a mosca: yo lo intenté varias veces, pero llegué tarde, las posturas habían desaparecido.

Y, puestos a ser sinceros, siento la obligación de confesar otra pillería, esta vez no tan grave, creo: hacía años que había dejado de pescar y un amigo madrileño, a pesar de insistirle en que yo ya no tenía licencia, se empeñó en enviarme un permiso de pesca para Puente Viejo, pues él no podía venir: lo comenté con mi antiguo colega de pesca y ¡que sea lo que Dios quiera¡ nos fuimos al río y volvimos con un salmón cada uno; por supuesto, debidamente precintados a nombre de los titulares del permiso (lo que siempre sucedió con los "invitados de trucha").

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