Me cuenta un jubilado que en sus últimos años como empleado de Cajastur se escaqueaba porque no era capaz de adaptarse al cambio, a la sustitución de las máquinas de rabil y los libros del debe y el haber por los grandes ordenadores, el papel perforado y los disquetes; era él más de puntear con el lápiz, de aprenderse el periódico y de tomar el pincho a media mañana. Aunque había estudiado Derecho y Económicas, me decía que su íntima aspiración en esa entidad pasaba por ser algún día jefe de almacén, para limitarse a recibir los rollos de papel higiénico, desenrollarlos, uno por uno, comprobar si daban la medida anunciada y descontar en la factura la parte alícuota de los que se quedasen cortos; y añadía: «Sería yo dichoso clasificando gomas: las largas con las largas, las cortas con las cortas...». Hoy cobra una buena pensión el infeliz.