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Pandillas en el quiosco de la Chucha.IRMA COLLÍN

Por los charcos de un parque petrificado

El Campo San Francisco vive a medio gas, entre fracasos administrativos y una sensación de tiempo detenido

Antes de Mafalda y las cámaras digitales, no había ovetense que no guardara en casa de sus padres una foto a lomos de uno de los leones con alas del Bombé, abrigo del domingo y palomas picoteando el asfalto. Ahora, sus hijos y nietos se hacen selfies con la estatua de Quino, aquejada de ictericia por el clima local pero campeona, aún, en reclamo de turistas junto a la estatua de La Torera. No es la única diferencia. Con el cambio de siglo, el Campo San Francisco ha dejado de ser el parque de todos los ovetenses. Se ha ido convirtiendo más en museo de turistas y menos en lugar de recreo y esparcimiento de la comunidad.

En los años ochenta, por no ir más atrás, el parque era otra cosa. Por las noches, lugar prohibido para los niños donde no se veía nada y se escuchaban gritos. De día había una convivencia no demasiado conflictiva entre los yonkis del estanque de Covadonga o las pandillas que pastaban por el monumento a Clarín, con la chavalería que se levantaba las rodillas bajando desde la esquina de Marqués de Santa Cruz en patines y que subía luego la cuesta a pata o en brazos en busca de cura en la farmacia.

Hoy el asfalto es otro, el grijo de las postillas eternas ha desaparecido y los niños llevan ya toda clase de protecciones. Desde esa esquina, y en dirección noroeste, el paseo de los Curas no es tanto un lugar para caminar como terraza de los inquilinos de la residencia de ancianos vecina. La gente va con prisa, y los que se paran en los bancos parecen detenidos en el tiempo, reponiéndose de una fatiga más existencial que física. Debajo, la fuente del pez sigue en dique seco, como la Fuentona, como las de las Ranas, y sólo el espacio donde antes se levantaba la U anima un poco las horas de los críos con el patinete. El cartel con las normas de este skate-park para principiantes, inagurado hace poco más de un año, resulta ya casi ilegible, pero la lluvia de firmas no molesta en el ecosistema. Altavoces, trucos y partidas de basket.

Los columpios de la parte alta del Campo guardan también cierta actividad en la que se mezclan familias y pandillas. No son aquellos trenes de madera, pero hoy la tirolina es un desfiladero de guajes eficaz para cuidadoras, madres, padres y abuelos que wasapean sentados en el petril y sólo de vez en cuando tienen que incorporarse para apoyar el viaje. Al lado, los aparatos de gerontogimnasia (con perdón) son las menos veces para que las personas mayores hagan ejercicio físico y las más para que un niño esté a punto de escalabrarse.

La caída al Bombé cambia bastante el panorama. Aquí ya no cortejan los soldados ni las amas. Alguna pareja sigue todavía retozando en cualquier momento del día porque el Campo aún no ha dejado de ser uno de los lugares que describía Ángel González, y ahora con mayor seguridad. Ya no hay "vallaurones" custodios de la moralidad ni hace falta esconderse donde El Neptuno. Al revés, la que se ha escondido es la estatua del dios del mar. El pequeño promontorio que una vez fue lo más parecido a un cuarto oscuro de la época al aire libre, es hoy un recinto de columpios bis, y aunque se descubrió hace unos años que la figura se despistó en unas obras y acabó en el almacén del Museo de Bellas Artes, el Ayuntamiento todavía no la ha reclamado.

La ruina del Bombé la acrecienta el eterno andamio del Quiosco de la música y la sequía de las grandes fuentes. Todos esperan para volver a la vida por la ley de contratos, Montoro y la falta de personal municipal. Los leones alados del Bombé, descabezados en otro tiempo, sí tuvieron hace pocos años una restauración, aunque a día de hoy no se sabe si son pájaros, felinos o cánidos con alas. Quizá sea una metáfora del otro paseo, un paso más abajo, el de los perros, que se opone al de los curas en su vitalidad. Las jaurías y las tertulias son habituales y el recinto especial para que los perros anden sueltos convoca también un buen número de animales, aunque no al gusto de todos los dueños. El espacio lo preside otro fracaso administrativo, el quiosco de la Chucha. El Ayuntamiento no ha sido capaz de lograr que nadie se haga con esta concesión desde que Carmen Berros, la última quiosquera, dejó de servir regalices, falshes, pipas y cacahuetes. Ahora, los tres metros cuadrados de su superficie, a portón cerrado, son un espacio mínimo donde caben hasta diez adolescentes, un altavoz con trap, gorras de basket y unos porros. Un milagro de la concentración vertical.

A la trasera del Quiosco de la música en esqueleto le acompaña otra incógnita. El Pavo Real fue Escuela de Hostelería y ahora le han puesto un cartel de la Universidad Popular Ovetense. Se dan clases y a veces alberga algún acto, pero su interior no se ha tocado desde que los aprendices de cocinero se fueron a Olloniego. Al lado, en el edificio de la Granja, biblioteca municipal cada vez con más actividad, siguen cerradas a cal y canto lo que en su día fueron las cocinas.

Camino del estanque, salvo balancines y columpios, el Campo funciona a medio gas, con una inercia renqueante. Dependiendo del día y de las horas. El Aguaducho, en ese eje, podría ser una de las mejores cafeterías de Oviedo, pero sus horarios son un misterio parecido al de la concesión municipal que lo cobija. Testigo del paso de los años, el caballito de monedas se mantiene en buena forma, y los niños conservan la sana costumbre de subirse sin necesidad de meter ficha. Enfrente, el estanque de los patos mantiene el atractivo del agua estancada y las ánades, pero sin más especies. Los últimos cisnes fueron condenados a la siberia del campo del golf de las Caldas por mal comportamiento y Petra y Perico, los osos, han acabado juntos en Biología. Una, en cráneo. El otro, disecado, tras ser rescatado de una pequeña sala del Talud de la Ería a la que el azar administrativo le había confinado.

El camino al paseo de los Álamos pasa por la avenida de Italia y acaba en los dos bustos que Víctor Hevia esculpió para esta entrada en 1925. "El amor" y "El dolor" son hoy sólo uno, porque duele, de verdad, ver cómo se ha borrado toda expresión de sus caras, convertidas en rostros desdibujados de un pasado fantasmal. Como anticipo al mosaico de Antonio Suárez no está mal.

Se ha hablado mucho de los desconchones y las malas reparaciones pero no tanto de que el propio artista defendía que sus intervenciones eran efímeras, arte urbano del momento y que otro debería venir a idear otra cosa. Quizá al Campo, más que restaurar, le falte eso, quitar y volver a poner. Su historia, del huerto al parque versallesco, está llena de transformaciones agresivas. No hace falta llegar a quitarlo todo, pero en el otro extremo está mal detener el tiempo en lo que ya no tiene ningún sentido.

Allí mismo, ante el doloros conjunto de Hevia, uno puede descubrir una especie de tablón de anuncios protegido de la lluvia por un cristal, plagado de pegatinas y pintadas, y con información en su interior de un congreso que se celebró del 24 al 28 de mayo de 2015 y de una página web (vivirlosparques.es) que no sé cuándo se inauguró pero cuyas páginas alguien se encargó de imprimir y poner ahí dentro con chinchetas. Un homenaje a la nada. Dice mucho de un parque en crisis al que le han salido competidores por todas partes (el de Invierno, el del Oeste, el Pura Tomás, Santullano...) y cuya vitalidad depende ahora más de la incercia que de la acción.

Algo parecido sucede al final de la avenida de Alemania. Es otro poema, uno más, a las cosas que no funcionan. Hay un punto de información de internet por el que solo puedes pasear el ratón y que no lleva a ningún sitio. También puede ser que tiene una velocidad de red incompatible con la vida moderna. Completa la escena una cabina de teléfonos a la que sólo le queda un aparato.. El Escorialín, cerrado a piedra y lodo, tiene también otra pantalla que no "chifla" y deja a los turistas desconcertados, tratando de calcular, con la vista hacia Fruela, cuánto les llevará llegar a la otra oficina de turismo.

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