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La Fuentona, de nuevo con agua y luz. | Irma Collín

Unas chorradas y Lucas

El Campo San Francisco era el territorio de un ovetense que entretenía a los niños con juegos de palabras, cálculos aritméticos y poesías

Las fuentes salían en las tarjetas postales de los años sesenta y setenta. Queridos niños, antes cuando el teléfono era un aparato negro de tamaño mediano clavado a la pared del pasillo y no tenía whatsapp, había unas tarjetas que se compraban de recuerdo cuando se viajaba o se enviaban a la familia por correo para decirles “¿Qué tal estáis? Nosotros bien. Esto es muy bonito y estamos teniendo suerte con el tiempo. Ya os contaremos a la vuelta. Estamos haciendo muchas fotos. Besos”. Hoy es inconcebible, pero entonces se perdía media mañana de un día de vacaciones escribiendo postales a familiares y amigos y cuanto más extranjero era uno, más tiempo perdía. Los alemanes no hacían otra cosa en los cafés.

Esas postales solían ser fotos con orgullosas vistas de la ciudad, un monumento, un parque, la calle principal, una fuente. En ellas todo ocurría bajo un cielo despejado de un azul muy bonito que en el nublado norte llamábamos “cielo azul postal” y se daba algunas horas unos pocos días al año.

Las fuentes de chorros verticales o de arcos de agua eran todo lo que había que ver cuando no había casi nada que ver. Ahora han perdido novedad, pero, si hay fuentes, lo mínimo que deben hacer es funcionar. Si no, al agua con ellas. Las del Campo San Francisco llevaban mucho vaciadas. Ahora han vuelto a lanzar agua al aire, como si en Asturias hiciera falta.

La Fuentona tuvo que ser increíble hace siglo y medio porque mereció el aumentativo en un Oviedín dado al diminutivo. Lanza agua al aire y al Bombé porque sigue perdiendo o echando fuera. Parece un monumento a la sidra porque, como el escanciador, siempre tiene un charco a sus pies.

Al ver en funcionamiento las fuentes la memoria también hizo sus chorradas. Vi mi infancia en los niños que ruedan las cuestas del parque y pierden la inercia en el Bombé y, de pronto, recordé a Lucas. No a las chachas con niños y a los soldados de paseo, no a los barquilleros y a los vallaurones –“guri, guri, guri, tarantantán”– en su cuartel sobre el estanque de Covadonga.

Recordé a Lucas. Era un adulto habitual del Campo San Francisco que hablaba con los niños sin dar ningún motivo de escándalo y que, por sus habilidades aritméticas, iba envuelto en la leyenda de que se trataba de un profesor de Matemáticas que se había pasado de rosca. Aunque cada vez estudiaba más gente, aún se creía que la gente que estudiaba mucho se pasaba de rosca. En los setenta se conocían casos de universitarios que se habían pasado estudiando, pero luego supimos que había sido por el consumo desmedido de centraminas, unas anfetas de farmacia que circulaban con liberalidad y se usaban, en principio, para pasar en vela y concentrado en los libros las vísperas de examen.

Nada que ver esto con Lucas, un hombre mayor entonces, hoy, medio siglo después, quizá fuese más joven. Lo recuerdo de piel clara, pelo lateral canoso y con visera. A saber lo de la visera. He echado a rodar la memoria colectiva del chat “Un Oviedo del pasado” y me han llegado descripciones más precisas. La de Chechu Alonso me quiere sonar: pantalón de tergal, camisa con corbata, jersey de pico, americana y gabardina a partir del otoño. En los últimos años se le recuerda desdentado, con el cinturón en una mano y la otra metida por la cintura alta del pantalón, que sujetaba haciendo pinza con el pulgar por fuera.

La cabeza de Lucas eran unos juegos reunidos de números y letras. Por su habilidad aritmética se le atribuía que ayudaba a hacer los deberes de Matemáticas. Matías Domínguez hablaba con él y recuerda que le había contado que, de joven, se cortaba el pelo un día y al siguiente tenía melena y que, al perder dientes, cayó con ellos ese vigor. También que podía calcular cuántos litros de agua cabían en una piscina con tanto de ancho, tanto de largo y una rampa de 7 metros y que daba recetas a partir de tu nombre. A Matías le recetó macarrones, tila y aspirina. Macarrones por MA, tila por TI y aspirinas por AS. MA-TI-AS.

Con las palabras hacía antipublicidad: “No compres naranjas Nina, porque Nina ni na-ranjas tiene” y con los números se planteaba cálculos fantásticos del tipo “¿cuántos kilos de serrín tendrá que comer un pavo para cagar un tablón de siete metros?”, según rememora Consuelo Ríu.

Se me han quedado grabados unos versos que recitaba como consejo. Seguramente los dijo cuando nos vio chupando unos cigarrillos de chocolatina que vendía la Chucha:

Cuando vayas a cagar

Lleva el pitillo encendido

Cagarás y fumarás

y estarás entretenido

Oviedo, capital mundial de la poesía.

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