Alma de Oviedo

Lo que pasa en los cuadros de Pantaleón, el ovetense de los grandes retratos

José Luis Alonso encontró el oficio en una habilidad que le alejó del camino duro del arte

José Luis Pantaleón Alonso posa en su estudio de la calle Gascona.

José Luis Pantaleón Alonso posa en su estudio de la calle Gascona. / Luisma Murias

Chus Neira

Chus Neira

José Luis Pantaleón Alonso Díaz (Oviedo, 68 años) tiene como sus hermanos el segundo nombre del abuelo. Estudió Bellas Artes en Sevilla y su habilidad le permitió hacer del retrato su oficio y su arte. Ha pintado dos veces a Juan Carlos I y suyos son, entre otros trabajos, los murales de la Clínica de los Vega y la estación de autobuses. Está casado con Julia Torre y tiene dos hijas, Laura y Aida.

En verano de 1932, Lorca pasó con «La Barraca» por Pontevedra y apoyado en una mesa del Café Moderno escribió para los jóvenes de la revista «Cristal» un soneto quevedesco con guiño surreal que habla del alma liberada por la muerte. El joven José Luis Alonso Fuentes –16 años– ilustró el poema en el número de diciembre con un grabado en el que su sobrino, casi un siglo después, en Oviedo, ya muy lejos de la rama gallega, podría llegar a reconocer el gen familiar y a entenderse en los versos del granadino cuando se proclama «libre signo de normas oprimidas».

A Pantaleón, sobrenombre que heredó del abuelo de Villagarcía, jefe de aduanas y hombre de muchas cualidades, le viene por esa herencia paterna una habilidad extrema de la que de pequeño no se despegaba ni para hablar. Exagerando sus frases con el trazo en el aire de las palabras que iba pronunciando, desesperaba a su madre, Teresa Díaz Rincón. «¡Joze Lui, haz el favó, cuando hableh deja de dibujáh!», le reprendía con ese hablar extremeño que ni Oviedo ni Ribadesella llegaron nunca a arrebatarle.

Los reproches tenían más que ver con la educación que con el rechazo a unas dotes excepcionales para la pintura que, al revés, nunca le cuestionaron. Hoy lo lamenta. Apura un culete en la calle Gascona, debajo de su estudio, mira al horizonte, todavía con el brillo en los ojos de aquel chaval que se bajaba de la moto, carretera de la costa, y encendía el pitillo en sus años de echarse a rodar, y se explica que aquello fue un error. «Tenían que haberme enfrentado a mi habilidad rápidamente, porque ese no es un buen camino. De hecho, pudo ser fatal. En Bellas Artes tampoco me enseñaron a descartar. Sevilla era un sitio muy seductor, una maravilla, y se me fue yendo el tiempo mientras hacía mi vida».

Aunque despertó a la teoría del Arte con las clases del catedrático Juan Sureda, salió de la carrera con la sensación de que no se había inmiscuido en el meollo, de que no había llegado a comprometerse, y se refugió en su año sabático en Ribadesella, en el invierno duro en que los veraneantes como él empiezan a sobrar y la gente del pueblo sale de sus casas. De aquel infierno interior grande le sacó un día en la calle del Rosal Julia Torre, era guapa y muy simpática. Lo sigue siendo.

Con la vida en pareja abrió con Justo José estudio en San Bernabé y en seguida tuvo encargos. La misma maestría que le dio premio en todos los concursos de la infancia, pagó gin-tonics en verano con las acuarelas e incluso sacó con la gorra un escorzo jodido, de canto, del díscobolo de Mirón en el examen de ingreso, le metía ahora en una producción de obras que no fueron lo que parecían. Hay una parte de intuición innata, explica, para ver la expresión, leer al personaje, y otra parte en que Pantaleón sufre, lo pasa mal en el sentido intelectual. «Todos los problemas que tiene la pintura estaban allí delante en esos encargos. ¿Por qué no hacerlos? Hay un ancho por un largo y tú te metes ahí dentro en ese problema. No soy una cámara, todo lo que sucede es difícil». Y con esas, sus personajes, las familias de Oviedo, padres y amigos, empezaron a ser elementos de un bodegón, un espacio en el que Pantaleón aparecía de pronto, velazqueño, dentro de una cabina o su perro Tigre se asomaba bajo una mesa.

Otras veces los personajes entran y salen, luchan dentro de unas capas que Pantelón trabaja como palimpsesto. Pinta a la familia de Piluca Boto y Gerardo Correas y un niño aparece aquí y reaparece allá. Se va esfumando y recobra el perfil. Imagen tiempo / imagen movimiento. «Soy más pintor de lo que parece», se reprocha, con una parte de chulería y otras dos de desdén. Todavía investigando dentro de sus retratos, se confiesa aún incapaz de aceptar una exposición porque no llegó a ninguna seguridad. Lo que pasa dentro de los cuadros de Pantaleón se queda en sus cuadros.

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