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Un apoyo a la altura de la Ópera de Oviedo

Sobre la desigual fortuna de la temporada lírica en su trato con las administraciones

Resuena en la memoria de los cinéfilos aquella imagen improbable del barco ascendiendo por la ladera, arrastrado y empujado por una hueste de indígenas, a las órdenes de un moderno Vasco Núñez de Balboa. Era, claro está, el “Fitzcarraldo” de Werner Herzog, aquella memorable oda a la demencia en la que un irlandés se lanza al lucrativo negocio del caucho con el objetivo de amasar la fortuna necesaria para construir una ópera en plena selva amazónica y llevar allí a Enrico Caruso.

Viene “Fitzcarraldo” a la cabeza a cuenta de la Ópera de Oviedo y de la decisión de sus gestores, con Juan Carlos Rodríguez-Ovejero y Celestino Varela al frente, en los momentos más duros de la pandemia. De aquel diciembre de 2020 en el que todo era desierto y ellos se empeñaron en mantener abierto el teatro, alternando las representaciones de “Madama Butterfly” y “Fidelio”, cumpliendo religiosamente con sus compromisos con los abonados y dando aire a músicos, cantantes, decoradores, tramoyistas y, en fin, decenas y decenas de profesionales que habían visto cómo el sector quedaba, de pronto, congelado. Cuarenta años después de que Herzog y Klaus Kinski se retasen a muerte en el Perú, Enrico Caruso había cantado por fin en la selva. Solo que la selva era un Oviedo pandémico, y Caruso tenía los rasgos de Ermonela Jaho.

Aquel esfuerzo tuvo un coste, incluso económico, que no había sido reconocido por las administraciones. Sí por el público, admirable en su apoyo a la temporada y ejemplar en su respeto a las medidas sanitarias. También por un sector que no dudó en otorgar a la temporada asturiana el premio “Ópera XXI”. Pero no por las administraciones. El Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM), prisionero de esos cálculos políticos que siempre benefician a los nacionalismos periféricos, mantiene congelada desde hace años la partida de la Ópera de Oviedo, mientras incrementa una y otra vez sus aportaciones a entidades como el Liceo barcelonés o la Ópera de Bilbao.

El Principado de Asturias no respondió mucho mejor. La consejera de Cultura, Berta Piñán, mostró primero un desafortunado desdén por el esfuerzo de la ópera, a la que las restricciones sanitarias habían abocado a una complicada situación económica (“Hacer la temporada tenía un coste, nadie se puede llamar a engaño”, afirmó Piñán, en mayo del pasado año), y después con una escuálida ayuda extraordinaria (75.000 euros a sumar a los 125.000 que recibe como subvención anual la Ópera) que más parece una limosna con la que lavar conciencias o evitar críticas que una apuesta real. Los intereses de esta Consejería, a nadie se le escapa, están en otra parte. No hay más que ver sus presupuestos: este mismo año, se aplicó a Laboral Centro de Arte, una entidad que ha tenido que ser rescatada en más de una ocasión por las administraciones y que arrastra una deuda millonaria, una subida análoga, de 79.000 euros, a su subvención anual, que ahora es de 650.000 euros (más otros 150.000 destinados directamente a pagar deuda). Y bajo la gestión de Piñán, la partida de Promoción del Asturiano ha pasado de 1,6 a 2,2 millones anuales. Cualquiera diría que la Ópera de Oviedo paga aquellos pateos de una parte del público a la locución en asturiano en el estreno de “Peleas y Melisande”.

Cuando una Administración quiere de verdad apoyar a una institución cultural, lo hace con una buena aportación económica. En román paladino: “poniendo el huevo”. El Ayuntamiento de Oviedo, que ya da en sus presupuestos anuales 475.000 euros a la temporada, acaba de lanzar un salvavidas a la Ópera de Oviedo con una ayuda adicional de 300.000 euros. Así se apoya a la cultura, y no mirando para otro lado, como hacen en Madrid, o con una propina para quedar bien. Rodríguez-Ovejero, Varela y toda su gente han logrado traer a Caruso a la selva, y eso merece un respeto y un respaldo a la altura. En el Ayuntamiento lo han entendido, ojalá cunda el ejemplo.

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