Siento un juego de emociones fuerte cada vez que se levanta el telón del Campoamor. En realidad, me pasa en cualquier teatro del mundo al que tenga el privilegio de asistir, cualquiera que sea su tamaño o relevancia. Incluso en cualquier salón de actos colegial. Es esa magia que hace que, con ese sencillo gesto de descorrer el telón que nos separa de lo irreal, la butaca me transforme en un sujeto pasivo pero al mismo tiempo en un ser observador, cuasi superior. Un espectador está en posesión del don divino de opinar. Un espectador puede hacerse la ilusión de ser un semidiós. Pero en el Campoamor eso me pasa muy especialmente, claro. Es mi teatro, mi casa, mi infancia, mi emblema.

Alejandro Jodorowsky, genio del surrealismo, dijo en cierta ocasión: «La fascinación por el teatro entró en mi alma gracias a tres acontecimientos que marcaron mi niñez: participé en el entierro de un bombero, vi un ataque epiléptico y escuché cantar al príncipe chino». Esta frase, cumbre de lo absurdo, sintetiza todo lo que yo podría considerar como una ópera perfecta: música, emociones extremas, contorsiones imposibles, personajes asombrosos. Sólo en esta forma de arte se recopilan todos esos ingredientes de manera simultánea.

Pero, para ser sinceros, hay que decir que las cosas que el público disfruta en un teatro no son magia «de verdad». Parece magia, pero son fruto del trabajo de una maquinaria perfectamente engrasada: músicos, maquinistas, vestuario, maquillaje, iluminación, un largo etcétera. Para que un Pavarotti suba al escenario y te robe el corazón hay que tener en guardia a una centena larga de profesionales cumpliendo con sus obligaciones al límite de su capacidad.

Por eso valoro mucho cuando me dan la oportunidad de asistir a una de esas jornadas de trabajo donde, poco a poco, capa a capa, se va construyendo el truco final tal y como lo va a consumir el espectador. Ópera de Oviedo ha tenido la cortesía de abrirme las puertas de uno de los ensayos de este «Don Giovanni» de Mozart que están a punto de estrenar, privilegio que no pude rechazar. No un ensayo general ni pre general, sino un día en el que se están probando cosas, trabajando detalles, ajustando lo más pequeño hasta alcanzar la perfección.

El «Don Giovanni» que vamos a ver es una revisión femenina y feminista, muy contemporánea, del mito de Don Juan, construida entre Elena Mitrevska (que vuelve a Oviedo convertida en directora de orquesta) y la directora de escena Marta Eguilior. Sin mover ni una coma de la adaptación de Lorenzo da Ponte, legendario libretista de Mozart, y sobre una escena sencilla, muy bien iluminada, con muy pocos elementos que evocan los conceptos “tempus fugit” y “memento mori” tan presentes en el mito, esta propuesta desnuda la violencia masculina de un Don Juan cruel, nada idealizado y merecedor absoluto del terrible destino que le espera.

El otro gran atractivo de la función es el jovencísimo reparto principal: Jacques Imbrailo, debutante en Oviedo, que es un barítono sobradisimo de voz y físico al que se le ve disfrutar de cada segundo de su vida como cantante; María Rey-Joly, Vanessa Goicoechea y Laura Brasó, que compiten en frescura y limpieza de voz sobre el escenario; Joel Prieto y el fantástico David Lagares, otro disfrutón de escena, otra voz que vemos crecer y triunfar en una progresión imparable. Canteranos ambos de la ópera de Oviedo. Más veteranos pero impecables en sus roles, Fernando Latorre y Rubén Amoretti, genial como Leporello.

Aun después de ver el proceso de montaje, aunque ya me sé los trucos de la función, estoy seguro de que me va a devorar la magia. Así que quiero mandar un mensaje al espacio: atención, Mozart adictos, se alza el telón en Vetusta: mito de Don Juan, siglo XXI.