Vivir con miedo debido a las amenazas continuas realizadas hacia tu madre, sentir que el ambiente en tu casa es peligroso, hostil e inseguro, sentir la falta de control sobre la finalización de esta violencia y estar expuestos/as a modelos de crianza negativos donde se desprestigia, se controla e incluso se agrede a una de las personas de las que se depende emocionalmente, puede tener una influencia muy negativa sobre el desarrollo físico, emocional, cognitivo de niños, niñas y adolescentes en el momento presente y también en su futuro. Así lo recoge la “Guía para la prevención y actuación ante la violencia de género en el ámbito educativo” editada por el Instituto Asturiano de la Mujer.

Todo ello ha propiciado que hoy en día haya unanimidad a la hora de considerar que vivir en un sistema familiar donde se ejerza violencia hacia las madres daña con severidad a los hijos e hijas expuestos a ella debido al clima de estrés permanente e inseguridad que les caracteriza y cuando la exposición se prolonga en el tiempo, puede ser sentida como una experiencia traumática que produce la pérdida del sentimiento de invulnerabilidad, lo que resulta gravemente desequilibrante.

Cuando la mujer agredida es madre, el abusador no solo está violentando a la mujer, sino también a los hijos e hijas, y el impacto que provoca la exposición a la violencia de género depende de una serie de factores que deben ser tenidos en cuenta:

  1. El momento evolutivo y su nivel de desarrollo: se considera que los niños y niñas más pequeños/as son más vulnerables porque su capacidad de autoprotección es menor.
  2. El tipo, tiempo, severidad y tiempo de exposición a la violencia: el tipo directo o indirecto, el grado de exposición, así como su intensidad y la cronicidad influyen en la gravedad de las consecuencias. Por otra parte, se observan menos efectos en los niños y en las niñas conforme pasa el tiempo de exposición al episodio de violencia.
  3. Los apoyos del sistema familiar y aquellos que provengan de la comunidad serán factores protectores muy importantes a tener en cuenta. Así la vinculación segura con la madre, la existencia de familia extensa o de alguna figura de referencia externa, por ejemplo, del ámbito educativo, pueden ser personas que promuevan la resiliencia, que amortigüen el impacto de la exposición a la violencia.
  4. La naturaleza de la violencia: los niños y las niñas que son testigos de la violencia de forma frecuente y en un nivel de gravedad elevado y que no experimentan interacciones positivas con sus cuidadores pueden sufrir más angustia que los niños y niñas que son testigos de un menor número de episodios de violencia y experimentan interacciones positivas entre sus cuidadores.
  5. La acumulación de otros factores estresantes: como la precariedad económica, la inestabilidad laboral, las dificultades familiares, el consumo de tóxicos, etc. que agravan la situación de riesgo de estos niños y niñas.

Según B.B.R Rossman en su publicación “Time heals all: How much and for whom?. Journal of Emotional Abuse”, las consecuencias de la exposición a la violencia de género son producto del impacto negativo y acumulativo de los distintos eventos de exposición. El denominado paquete de la adversidad describe los múltiples factores de estrés que pueden acumularse en las vidas de los niños, niñas y jóvenes expuestos a la violencia doméstica, incluyendo el abuso de menores, abuso de sustancias de los padres, las dificultades de salud mental, el desempleo, la falta de vivienda, el aislamiento social, la participación en el crimen, etc.

Trastorno de Estrés Postraumático

Las situaciones de violencia familiar de las que los/as menores son testigo, pueden dar lugar a situaciones traumáticas crónicas, a situaciones traumáticas crónicas con fases de exacerbación y escaso control, e incluso a situaciones de presentación aguda, con tan graves consecuencias para la salud mental que desencadenan un cuadro de Trastorno de Estrés Postraumático.

Tras la experiencia traumática se produce pérdida del sentimiento de invulnerabilidad, sentimiento bajo el cual funcionan la mayoría de los individuos y que constituye un componente de vital importancia para evitar que las personas se consuman y paralicen con el miedo a su propia vulnerabilidad. En el caso de los niños que no solo son testigos del maltrato hacia su madre sino que, a la vez, también son víctimas de esa violencia, la pérdida es todavía, si cabe, mucho más desequilibrante, pues afecta a un componente absolutamente necesario para el adecuado desarrollo de la personalidad del menor: el sentimiento de seguridad y de confianza en el mundo y en las personas que lo rodean. Este hecho reviste especial severidad cuando el agresor es su propio padre, figura central y de referencia para el niño/a, y la violencia ocurre dentro de su propio hogar, lugar de refugio y protección, ya que se produce la destrucción de las bases de su seguridad, quedando el/la menor a merced de sentimientos como la indefensión, el miedo o la preocupación ante la posibilidad de que la experiencia traumática pueda repetirse. Todo lo cual se asocia a una ansiedad que puede llegar a ser paralizante. Tristemente, en el caso de la violencia familiar, la experiencia temida se repite de forma intermitente a lo largo de muchos años, constituyendo una amenaza continua y muchas veces percibida como incontrolable.

El Trastorno de Estrés Postraumático suele aparecer cuando la víctima ha sufrido o ha sido testigo de una amenaza para la vida, de uno mismo o de otra persona, y reacciona con miedo, horror e indefensión. Los tres principales aspectos de este cuadro clínico son: la víctima revive la experiencia en forma de pesadillas, imágenes, y recuerdos frecuentes e involuntarios (criterio de reexperimentación); intenta evitar o huir de lugares o situaciones relacionadas con el hecho traumático, e incluso rechazan pensar o hablar de este (criterio de evitación), y por último, muestra una respuesta de sobresalto exagerada que se manifiesta en dificultades de concentración, insomnio e irritabilidad (criterio de activación). En los niños, la respuesta de temor puede expresarse en comportamientos desestructurados o agitados, la reexperimentación se puede poner de manifiesto en juegos repetitivos donde aparecen temas o aspectos característicos del trauma, o sueños terroríficos de contenido irreconocible; los niños pequeños pueden reescenificar el acontecimiento traumático específico. La evitación en niños pequeños puede ser difícil de apreciar (el expresar la disminución del interés por las actividades importantes y el embotamiento de sus sentimientos y afectos, estos síntomas deben ser objeto de una cuidadosa valoración mediante el testimonio de los padres, profesores y otros observadores); en los niños la sensación de un futuro desolador puede traducirse en la creencia de que su vida no durará tanto como para llegar a adulto. También puede producirse la "elaboración de profecías", es decir, la creencia en una especial capacidad para pronosticar futuros acontecimientos desagradables. Respecto al aumento de la activación los niños pueden presentar varios síntomas físicos: dolores de estómago, de cabeza, y otros síntomas.

Algunos investigadores describen cuatro conductas típicas de Síndrome de Estrés Postraumático en menores: recuerdos repetidos de las situaciones a través de la visualización, conductas y juegos repetitivos relacionados con acontecimientos estresantes, actitudes pesimistas relacionadas con indefensión y futuro ante la vida, activación excesiva con hiperactividad y problemas de atención, todas ellas conductas que se hacen disfuncionales cuando se cronifican.

Transmisión Transgeneracional de la Violencia

Entre los efectos a largo plazo, que se asocian a la exposición de menores a la violencia, y que son fuente de preocupación, no solo por el bienestar y desarrollo de las propias víctimas, sino por la repercusión social que tienen, se encuentra el aprendizaje que hacen los menores de las conductas violentas dentro de su hogar. Un informe de las investigaciones de la Academia de la Ciencia de los Estados Unidos, afirma que "la tercera parte de los niños que sufrieron abusos o se vieron expuestos a la violencia paterna, se convierten en adultos violentos". Los y las menores aprenden a definirse, a entender el mundo, y a relacionarse con él, a partir de lo que observan en su entorno más próximo, y en este sentido, la familia es el agente socializador más importante. Los niños/as que crecen en hogares violentos aprenden e interiorizan una serie de creencias y valores negativos entre los que se encuentran los estereotipos de género, desigualdades entre hombre/mujer, las relaciones con los demás, así como sobre la legitimidad del uso de la violencia como medio de resolver conflictos, que sientan las bases de comportamientos maltratantes futuros en las relaciones de pareja.

La mayoría de los autores, sostienen que la tendencia observada es que las niñas se identifiquen con el rol materno, adoptando conductas de sumisión, pasividad y obediencia; y los niños con el rol paterno, adoptando posiciones de poder y privilegio. Al fin y al cabo, no es más que la expresión de la socialización diferencial de género, un factor que actúa en el origen y mantenimiento de la violencia contra las mujeres, y que se trasmite no solo intrafamiliarmente, sino a través de toda la sociedad.

A menudo resulta difícil separar las causas de las consecuencias: crecer en una familia en la que la madre es objeto de abusos es una vía importante para que el ciclo de la violencia doméstica se perpetúe, sin embargo, existen mecanismos que rompen el ciclo del maltrato y disminuyen la proporción de hogares que sufren de violencia intrafamiliar en la siguiente generación. Aun siendo relevante que la violencia contra las madres es trasmitida de forma vicaria a los hijos e hijas, y sin duda es un factor predictor de victimización (tanto para ser futura víctima o agresor), también es cierto que una intervención terapéutica y un buen apoyo familiar y social, son fundamentales para el sano desarrollo de los/as menores; y que los antecedentes inmediatos en la vida adulta, como adaptación a la vida cotidiana, calidad de relación de pareja, autoestima, habilidades de comunicación y de resolución de problemas, y capacidad de resistencia, desempeñan un papel más importante que los antecedentes de maltrato a la infancia.