Aquí tienes el libro que nunca debí escribir

Capítulo inicial de "Cuando el mundo se detiene", nuevo libro del médico y escritor asturiano Juan Fueyo

Juan Fueyo, con varios ejemplares de su nuevo libro.

Juan Fueyo, con varios ejemplares de su nuevo libro.

Juan Fueyo

Juan Fueyo

Nunca debí escribir este libro, y esta es otra razón de más peso, porque podría ofender a algún paciente, a alguien que pensase (equivocadamente) que trivializo su enfermedad, que expongo su caso, su dolor y su miseria en un acto mercenario. Nunca debí escribir este libro porque no tengo cáncer y, por lo tanto, hablo de lo que, íntimamente, no sé (se sabe lo que se siente, se sabe lo que se sufre). Nadie puede ponerse completamente bajo la piel de un enfermo. Nadie puede sufrir su dolor, su paradójica humillación, su falta de fe y esperanza, su miedo a que nadie conteste a su llamada de amor, a su mirada pidiendo ayuda: tengo la boca seca, retira la cuña, límpiame las llagas ("estuve enfermo y no me viniste a visitar"). Quizá me salve pensar que los enfermos son la sal de la tierra y que están siempre presentes en mi vida.

Escribo aislado. La pantalla del ordenador es una barricada contra el dolor que existe ahí afuera. No cargo en los hombros ni siento en el pecho, en los huesos o en la sangre la sombra de la neoplasia. Mis dedos teclean en un lenguaje que no conocen los enfermos, cuya traducción, sin terapia, les importa un comino. Nunca debí haber escrito este libro porque será pasto de otro naufragio. Todo en mí fue naufragio, dice mi memoria en un arranque de "neruditis". Escribir es un desafío, publicar un mal asunto, venderlo me causará otra vez ataques de pánico.

Eso no es todo. Debe haber razones para escribir este libro. Hay al menos una, que se alza desafiante en este valle de lágrimas. Una razón que apunta al cielo. Tenía que escribir este libro porque se me cayó la mordaza, porque ni los médicos ni los investigadores ni los pacientes deben callarse más. ¿Callarse de qué? Ya no. La era del silencio del cáncer se acabó. Para algunos vanguardistas terminó hace décadas; para otros, cuando tuvieron su cáncer; para otras, la mordaza cayó, pobrecitas, de modo póstumo; para otras, el muro del silencio sobre su muerte ("murió de una larga enfermedad" es el cliché de la esquela) se tambalea hoy agitado por el terremoto de la ciencia y de la verdad. Aquí Verdad, con letra mayúscula. Escribo este libro porque reniego de las palabras vacías de quienes "no toman partido, partido hasta mancharse". Hay que terminar con lo que no sirve, "desescribir" lo escrito. Hay mucho lenguaje en el mundo del cáncer que no tiene significado, que ha perdido el impacto inicial, que son solo chorradas. Lo explica muy bien Anne Boyer, la ensayista y poeta, en su libro "Desmorir" (traduzco del inglés):

"Leí por casualidad un titular: ‘La actitud lo es todo para las supervivientes de cáncer de mama’. Busco por otro titular ‘La actitud lo es todo para un enfermo de ébola’ o ‘La actitud lo es todo para un tipo con diabetes’ o ‘La actitud lo es todo para un enfermo de sífilis congénita’ o ‘La actitud lo es todo para un intoxicado por plomo’ o ‘La actitud lo es todo cuando un perro te muerde la mano’ o ‘La actitud lo es todo para un herido de bala’ o ‘La actitud lo es todo para un borracho con resaca’ o ‘La actitud lo es todo para un coyote atropellado por una camioneta Ford F-150’ o ‘La actitud lo es todo para la ley de la gravedad’ o ‘La actitud lo es todo para el ciclo del agua’ o ‘La actitud lo es todo para un superviviente de venas varicosas’ o ‘La actitud lo es todo para los arrecifes de coral moribundos’".

Estoy de acuerdo con ella (en otro capítulo hablaremos largo y tendido sobre su libro, Premio Pulitzer). Hay que abandonar eufemismos y estupideces: la actitud no es nada en el cáncer como la actitud no tiene nada que ver con cuál será tu recuperación cuando te atropella un camión o te intoxican con un veneno. Su actitud no salvará a los corales de fallecer bajo el impacto del cambio climático. No se trata de tener una maravillosa actitud; se trata de conocer la verdad (la única que nos hará libres) y actuar de acuerdo con ella: estudiar las opciones y elegir según nuestro caso y nuestra situación el mejor tratamiento propuesto por el mejor médico en el mejor centro hospitalario.

Hemos de aclarar, sin embargo, que no todos los medios de diagnóstico, ni todos los tratamientos, ni todos los mejores especialistas están al alcance de cualquiera. Y eso forma parte de la ideología del tratamiento del cáncer. ¿Ideología? ¡Ya lo creo! Una ideología que favorece a la gente solvente, que está mejor informada y tiene los mejores contactos. Y se lo merecen. Pero los menos pudientes deberían tener las mismas opciones. En países como España (bendita España, paraíso de la sanidad pública) una enferma de cáncer de mama puede estar bien tratada y puede estar mal tratada. En un país como Estados Unidos los pobres y las minorías tienen peor pronóstico aun sufriendo el mismo cáncer que los ricos. Vamos a hablar claro del cáncer. Escuchemos las voces más sabias, seamos su eco. Y si no las encontramos, sigamos, de todos modos, hablando del cáncer.

Esta es una buena razón para escribir un libro de divulgación. No hay duda de ello: hay que hablar del cáncer. Porque hablar salva vidas. Hay que decir qué nos parece desde cualquier punto de vista. Hay que "alzar la voz como una tormenta" sobre el cáncer. En público y a los cuatro vientos. Luz y taquígrafos. Este libro no es un faro en la oscuridad. La oscuridad que rodeaba al cáncer es ahora un firmamento lleno de soles y estrellas. Y quizá quien lo padece encuentre un refuerzo a su verdad, un analgésico de vocales y consonantes, un opiáceo semántico, un revulsivo o una catarsis en este esfuerzo de un escritor comprometido.

Estar sano en mi universo implica sentirse culpable. Me siento culpable por todas las personas enfermas del mundo. Walt Whitman decía que contenemos multitudes; se le olvidó decir que, entre ellas, cómo no, hay una multitud de enfermos: contenemos enfermos más allá, mucho más allá, de los versos del poeta, de su optimismo telúrico, de su fragancia de champán y de sus buenísimas intenciones. Los que nos dedicamos a esto, señor Whitman, contenemos multitudes de enfermos.

Todos llevamos nuestras mutaciones dentro de nosotros. Todos. En nuestras pequeñas células. Algunas mutaciones comienzan ya en la cuna y en algunos de nosotros se transformarán en cáncer. Y en otros no. Y cuando las mutaciones se manifiesten en cáncer quizá den problemas de por vida. O puede ser que no. Hay tumores que nunca dan la cara, que no son elocuentes. Hay personas que mueren con tumores que nunca requirieron atención. Son hallazgos, sorpresas, en las autopsias o secretos enterrados en nuestras tumbas.

Nacemos con la propensión al cáncer. Y vivimos con el riesgo de cáncer. Enfermos y sanos. Cáncer desde el esperma y desde el óvulo, desde la elástica infancia y la enérgica juventud a los tejidos más arteroesclerosos. Cáncer como gotas de agua mezcladas con el río de la vida.

Antes de publicarse, este libro se ha convertido en la renovación de mi juramento de Hipócrates. Aquí dejo la desnudez de mi conciencia, el procesamiento intelectual de la carne y el espíritu de los enfermos y sus familiares a los que he conocido y también de los que nunca conoceré. Un manifiesto público. Un grito convertido en un acto. Leonardo da Vinci pensaba que la mayoría de la gente olía los libros por el exterior y luego intentaba comérselos. Es posible que no haya audiencia ahí fuera, que este libro no llegue a despertar la curiosidad de los lectores, que sea incapaz de crear más lectores. Este libro es un mensaje en una botella lanzado al mar para que lo encuentre algún náufrago. Tiene más de intelectual de lo que quisiera y mucho menos amor de lo que debiera. Porque uno no es perfecto.

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