David Small (Detroit, Michigan EE UU , 1945) se salvó por el arte. «El chico de clase que dibujaba bien» pasó un tiempo sin hacer caso a su capacidad porque estaba ocupado en salir de una niñez y una adolescencia terribles, que cuenta de forma eficaz y conmovedora en «Stitches, una infancia muda», una magnífica novela gráfica que acaba de editar en España la editorial Mondadori dentro de su colección «Reservoir Books».

Preocupado por huir de la locura a la que se creía abocado no reparó en la importancia del dibujo porque era algo fácil para él -al menos, así lo recuerda- hasta que, cuando tenía 21 años, un compañero le dijo que sus garabatos de teléfono (esos dibujos inconscientes que se hacen cuando se habla), eran de lo mejor que había visto. Esto sale en su página web, aunque entra en contradicción con la literalidad de «Stitches».

Actualmente es un ilustrador internacional muy premiado y un autor de libros infantiles de prestigio con obra abundante y traducida, pero este dibujante capacitado no fue un hombre de irrupciones tempranas.

En «Stitches» se presenta como un adolescente que se va de casa a los 16 años para vivir en un barrio marginal, seguir en el instituto e inclinarse hacia el arte. Hizo Bellas Artes en la Escuela de Michigan y se graduó en la Escuela de Arte de la Universidad de Yale. Autor de tiras satíricas en revistas universitarias, marchó a Nueva York donde publicó regularmente en «The New Yorker»» y en «The New York Times», olimpos gráficos.

Small no publicó su primer libro («Eulalie and de hopping head») hasta que cumplió los 35 años, una edad estupenda para la vida pero algo tardía para decantarse en este oficio. Hasta 1981 no emprende el camino que le lleva por el éxito hasta la actualidad.

Si las referencias no son erróneas, con 64 años, éste es su primer cómic, su primera novela gráfica para ponerle la etiqueta aceptada y no discutir. Basta ojear las 330 páginas de «Stitches, una infancia muda» para saber que esta novela gráfica es gráfica. David Small es un ilustrador que se lanza al cómic en un libro autobiográfico plenamente justificado por una infancia y adolescencia que merecen ser contadas y que lo han sido con destreza, con las dos destrezas promediadas. No es un escritor verborreico que dibuja tirando a mal y que las pasó canutas, sino un gran ilustrador que hace bien cada viñeta (la composición, la postura, la expresión, la angulación...) de forma que casi podría ser extraída del conjunto y, además, la suma de ellas da una narrativa para una lectura de tirón con desarrollos gráficos más o menos afortunados.

La dosificación de la información personal y familiar que conforma los primeros años de vida de David Small va en un crescendo de tensión que ayuda a entender a un personaje con tantas necesidades de explicarse. Primero, de explicarse el mundo en una familia de miembros que no se comunican. Después, de explicarse ante el mundo con una buena historia y, seguramente, la liquidación de alguna vieja cuenta íntima.

Atención, al lector. En el párrafo que sigue se revelan contenidos del libro que puede no querer saber si va a leer «Stitches» (vaya que este acomodador le dirá quién es el asesino, salvo que se salte el texto hasta el siguiente punto y aparte):

Small crece con una madre que no le quiere y que no explica nada. La abuela está loca y eso es un secreto familiar que la madre mantiene. No es el único. La enferma madre de Small también tenía tendencias lésbicas y el crío la cazó en una. El hermano mayor de Small es ajeno, algo abusón y sólo hace ruido con la batería (se ganó la vida como percusionista). El padre de Small es un radiólogo ausente y silencioso que para curar a su hijo un problema de sinusitis lo trata con rayos X y (luego se sabe) le produjo un cáncer que le dejó en la adolescencia sin una cuerda vocal y con una larga cicatriz en la garganta. Al sensible y miedoso David nadie le cuenta que tiene cáncer. Small salva del ambiente y de la locura porque un psiquiatra, al que incluye en los agradecimientos del libro, le explica su vida, le cuenta la verdad, se preocupa por él, le reconoce los méritos y le enseña cosas. Eso que se espera de unos padres.

Small es un ilustrador magnífico, por lo que dibuja y por lo que deja de dibujar, con un estilo que parece conservar el nervio del abocetado y sólo se detiene a definir en los momentos más intensos (dos retratos de la madre, la madre descubierta y la madre agonizante). Ambienta con la elegancia de los grandes ilustradores y ha aguado todo con unos grises multifuncionales que a veces rellenan, a veces sombrean, a veces iluminan, a veces ambientan, a veces subrayan, a veces colorean ese dibujo suelto de alta precisión que va narrando en tono templado una soledad silenciosa dentro de una familia anómala. Hay un desarrollo de metáfora visual a través del llanto que sostiene durante 10 páginas sin dejar de maravillar.

La historia compleja está narrada con simplicidad y explicada con una transparencia que demuestra la tensión del trabajo del autor para que le queden al lector el entendimiento y las emociones.

Al acabar el libro (al conocer a sus padres como eran en unas fotos de familia y con una explicación ya desculpabilizada) apetece dar la enhorabuena a Small por haber sabido escapar de aquello, por pasar del silencio a encontrar su voz en el arte, porque le haya ido bien en él, por vivir junto a su esposa en una mansión de 1833 en Saint Joseph River (Michigan), por trabajar en una granja cercana de 1890 y por haber hecho 40 libros y casi 2000 ilustraciones.

Encantado de haberle conocido.