El lugre es un barco pequeño de tres palos. Decía Álvaro Cunqueiro que cuando zarpaban hacia Terranova los marineros lugres, todo el apetito portugués se asomaba al Tajo para desearles feliz fiesta en el «mar dos bacalhaos». El Estado Novo incentivó en tiempos de Oliveira Salazar la pesca de uno de los productos básicos en la alimentación de nuestros vecinos ibéricos. En Portugal el bacalao ha sido en más de una ocasión asunto de debate nacional. La subida del precio de los salazones provocó crisis en varios gobiernos en las etapas salazaristas y también, aunque de forma más anecdótica, posteriormente.

Cocinar bacalao para portugueses es una prueba de fuego. Tengo que añadir, sin embargo, que siempre que me sometí a ella salí airoso, poniendo todo el empeño en la emulsión del aceite del pil-pil o en lograr el equilibrio de la gelatina en las cocochas. Los bacalaos que se consumen en Portugal y en España son distintos. Aquí se prefiere el verde o a media sal, que debe conservarse en frío a unos cinco grados en las cámaras; su estado óptimo es la textura flexible de la carne y el color blanco. La mala conservación produce una rigidez que hace desaconsejables las piezas. Los bacalaos de los portugueses, muy curados, tienen una apariencia amarillenta por la deshidratación, un color dorado. Al contrario de lo que ocurre con el verde, los someten a un proceso de secado pasándolos por un túnel de aire caliente.

Entre nosotros el bacalao goza tradicionalmente de una gran aceptación, pero en Portugal forma parte de una especie de liturgia. En el tránsito que va de la rua de Arsenal a la Praça Duque de Terceira quedé más de una vez absorto mirando los hermosos bacalaos colgados de las tiendas de coloniales, entre los abarrotes, en medio del ajetreo de los tranvías y del estruendo inmediato de las bocinas de los coches alrededor de la estación del Cais do Sodré. En Lisboa ya han desaparecido muchos de estos establecimientos y los que sobreviven se encuentran en la Baixa pombalina.

El bacalhau es para Portugal seña de identidad, igual que el fado o la saudade. Un icono, como tanto se repite ahora sin que uno acierte a explicarse el motivo. En una casa portuguesa, con certeza, no falta el bacalhau, producto de consumo de primera necesidad y también en las grandes celebraciones. En Lisboa son muy populares las pataniscas (buñuelos de filete de bacalao, con cebolla y pimienta); las linguas (cocochas) o el tan apreciado por los españoles «bacalhau a Brás», revuelto con patata, huevo, cebolla, ajo y perejil. De ahí ha salido el bacalao dourado, que tanto se come a este lado de la raya.

Hay una forma especialmente sencilla de cocinar el «bacalhau» y especialmente agradable de comerlo. En grandes postas asado al horno, con unas rodajas de cebolla bien doradas por encima y unas patatas «a murro», es decir, patatitas pequeñas con su piel semiaplastadas de un puñetazo, y un chorro generoso de aceite verde. Es una preparación típicamente miñota, del Norte, pero que se ofrece en las mesas desde Viana Do Castelo a Vila Real de Santo Antonio. Igual que el bañado en aceite, «a lagareiro». O el muy socorrido en las casas de comidas, «bacalhau com tudo», que es simplemente cocido y acompañado de hortalizas variadas. A los portugueses les siguen gustando los bacalaos al horno, con pan rallado, «rodelas de cebolha» y un chorrito de Oporto. Como recordó Cunqueiro, «el bacalao al horno y el folar de Chaves era lo que pedía Eça de Queiroz para descansar de las comidas purísimas». De postre tomaba arroz con leche con mucha canela. El folar es un pan típico de Chaves, hecho con huevo, que bien puede ser salado o dulce. El primero se come a veces relleno de salpicão (embutido de cerdo hecho con vino blanco) o linguiça (longaniza) y huevo duro.

Hay otras muchas formas y variaciones sobre un mismo tema. Uno de mis lugares preferidos para comer bacalao fue el pequeño restaurante A Varina de Madragoa, en el castizo barrio lisboeta del mismo nombre. Lo solían servir asado en unas cazuelitas con patatas cortadas muy finas, bien fritas, aceitunas negras y un chorro de vino blanco de Douro, que suaviza su sabor. También están los «bolinhos» o pasteles (pastéis) de bacalao donde se aprovechan las migas para hacer una pasta con patata pisada y freírla en sartén hasta que quedan dorados y crujientes. O el «Bacalhau a Gomes Da Sá» o la «açorda» alentejana con «coentros». Y, atención, una especialidad que no siempre se encuentra en los restaurantes portugueses, la «couvada de bacalhau», una preparación cuyos ingredientes son muy simples: se trata de bacalao en rodajas, con patatas y col o repollo. Se prepara, con aceite de oliva, ajo y caldo, en cazuela de barro durante una hora aproximadamente.

Lisboa se identifica con el olor que desprenden sus más preciados salazones. En la ciudad blanca, hay, como escribió José Cardoso Pires, voces y olores reconocibles. «Olores, claro que sí: el del pescado en sal y barrica de las tiendas de la Rua do Arsenal, sin ir más lejos; el del mar, a ciertas horas, en los muelles del Tajo; el de las noches de verano en los jardines de la Lapa; el de los almacenes de aparejos marineros entre Santos y el Cais de Sodré; el del pescado asado a la parrilla a la puerta de las tascas en rincón o travesía, desde el Barrio Alto a Carnide...». Y, en invierno, las castañas asadas. «Huele bien, huele a Lisboa», dicen los lisboetas.