Mencionar hoy Frómista equivale a evocar su famosa iglesia de San Martín. Este templo es, a efectos de popularidad, la máxima referencia del justamente famoso románico palentino y, aunque se puede discutir si en valor artístico debe ceder o no la preeminencia al maravilloso friso de la iglesia de Santiago, del cercano Carrión de los Condes, su excelencia cautiva con la inmediatez de un flechazo.

Lo primero que llama la atención es la pureza de líneas de su exterior, a lo que ayuda la situación exenta de su emplazamiento, rodeado de edificios anodinos pero suficientemente retirados para que no interfieran su contemplación. Todo es armonioso en esta construcción de piedra dorada; desde su tamaño, más mediano que pequeño, a las sabias proporciones de sus partes, entre las que destacan un airoso cimborrio octogonal y tres preciosos ábsides. Y esa placentera sensación de equilibrio y sosiego no solo se mantiene sino que se acrecienta cuando se desciende a la contemplación del detalle. La abundantísima decoración -el taqueado jaqués que recorre todas las paredes, las elegantes columnas cilíndricas, que se adelgazan en los tramos altos para dar más esbeltez al edificio, los espléndidos capiteles y los numerosísimos canecillos (más de 300)- está tan bien integrada que, lejos de agobiar, refuerza la sensación placentera.

San Martín de Frómista es tan hermosa por fuera que cuando se franquea una de las puertas que dan acceso al interior se hace con algún temor de que no esté a la altura correspondiente. Esa duda la disipa al instante un auténtico deslumbramiento. Por dentro la iglesia es todavía más hermosa. Pura de líneas, delicadamente esbelta, elegantísima en su sencillez y con una sorprendente luminosidad, que desmiente el carácter sombrío que se asocia habitualmente al románico, es un ámbito en el que los conceptos de mágico y sagrado resultan compatibles. También como en el exterior, la desnudez de los muros es solo aparente, pues la decoración esculpida es muy abundante y de gran calidad, con cincuenta capiteles, de temática variada -vegetales, animales, historiados- sobre algunos de los cuales se ha instalado un microfoco para reforzar artificialmente su visibilidad.

La altura de las tres naves es considerable y mucho más, la del cimborrio, que se eleva sobre el crucero desde una planta cuadrangular que, por medio de las trompas que parten de sus ángulos, gana elevación para convertirse en octogonal y permitir la apertura de cuatro ventanas al tiempo que sirve de base para la cúpula semiesférica que remata con elegante brillantez el interior del cimborrio. La clave de la bóveda es un objeto oscuro, que no es posible distinguir desde abajo a simple vista, pues está muy alto. La guía que nos enseña la iglesia resuelve la intriga: es una fotografía de Alfonso XIII, durante cuyo reinado se realizó la restauración de la iglesia. E inmediatamente nos remite a una maqueta, situada en la nave del Evangelio, que representa cómo se encontraba San Martín antes de esa restauración.

l UNA RECONSTRUCCIÓN IDEAL. Algunas diferencias con el aspecto actual de la iglesia son tan evidentes que saltan de inmediato a la vista. La principal, que se había aumentado la altura de la torre del cimborrio para construir en ella un campanario y, como no era posible hacerle un acceso por el interior de la iglesia, se construyó una torre exenta desde la que partía un corredor horizontal a través del cual se accedía a las campanas. A la iglesia le habían adosado, además, una edificación de planta baja para que sirviera de sacristía y otra más que hiciera las funciones de almacén o de cuadra. Ese aspecto es el que se observa en los dibujos que hizo Parcerisa en el siglo XIX. Algunas fotos antiguas, también del XIX, abundan en mostrar el gran deterioro del edificio, con un sobretejado por encima de la cubierta original, puertas tapiadas y, en general, aspecto ruinoso La ruina no era solo una apariencia sino una amenaza real. El recrecimiento de la torre había supuesto una carga adicional para unos muros concebidos para soportar presiones menores y, como consecuencia, el edificio amenazaba con venirse abajo. Y no había dinero para arreglarlo.

La declaración de monumento nacional en 1894 hizo posible que llegaran a San Martín los fondos necesarios. Tan pronto, que en 1896 se pudieron iniciar los trabajos de restauración, que se prolongarían hasta 1904. De su dirección se encargó el arquitecto Manuel Aníbal Álvarez, quien, programáticamente, se propuso devolver el monumento a su estado original, es decir, el que supuestamente tendría a finales del siglo XI, cuando terminó de ejecutarse la construcción. La iglesia la había fundado, en 1066, la reina Doña Mayor de Castilla, viuda de Sancho III de Navarra, que dejó para ello una manda testamentaria. En aras de ese objetivo Aníbal Álvarez, tras desmontar casi todo el edificio, procedió a reconstruirlo, y a algo más. Así, no solo eliminó todos los añadidos que se habían hecho a la iglesia a largo de más de ocho siglos, como la sacristía, el almacén y el recrecimiento del cimborrio, sino que restauró los elementos decorativos que habían sido dañados por el paso del tiempo, como capiteles y canecillos, sustituyéndolos por copias cuando estaban muy deteriorados, y además abrió una puerta que no existía, reconstruyó una de las dos torretas de la fachada Oeste del templo y construyó «ex novo» un tejaroz sobre la portada de esa fachada. Cuando concluyó la obra, había puesto en pie una iglesia románica perfecta.

Casi desde el primer momento surgió una polémica, que se ha mantenido a lo largo del tiempo, polarizada en dos posiciones netamente diferenciadas: la de quienes consideran que la actual iglesia de San Martín de Frómista es un paradigma del románico y la de quienes, por el contrario, opinan que se trata de una indefendible falsificación histórica. Parece fuera de duda que el gran público se inclina muy mayoritariamente por la primera de las opciones. En cambio, en el ámbito académico el trabajo de Aníbal Álvarez recibe severas críticas, sin duda a partir del principio de que desconocer el alcance de todas las intervenciones que a lo largo del tiempo ha experimentado un edificio imposibilita prácticamente que podamos analizarlo con fiabilidad, tal como señala Pilar García Cuetos en su obra «El Prerrrománico asturiano. Historia de la Arquitectura y Restauración», en la que, por ejemplo, se valora críticamente la actuación de Luis Menéndez Pidal al trata de devolver a su «estado original» monumentos como Santa María del Naranco.

l EL MILAGRO DE FRÓMISTA. San Martín de Frómista llegaría a ser muy famosa durante siglos, pero no por su belleza o antigüedad sino por conservar en su interior la prueba de un supuesto prodigio que había ocurrido en el pueblo en el año 1453. Un vecino, Pedro Fernández de Teresa, cristiano viejo, había solicitado un préstamo a un judío, Matutiel Salomón y, como no lo devolviera en el plazo acordado, el prestamista denunció el hecho a la autoridad eclesiástica, que procedió a excomulgar al deudor. Pasado un tiempo, Pedro logró devolver el dinero, pero no comunicó el hecho a la Iglesia. En esas circunstancias enfermó gravemente y, viéndose en trance de muerte, solicitó los sacramentos. Acudió el párroco del Priorato -San Martín lo era del monasterio carrionense de San Zoilo-, quien, tras confesar al enfermo, se dispuso a darle la comunión. Pero entonces la hostia se resistió a separarse de la patena donde estaba depositada. El cura preguntó a Pedro si había algo más de lo que le había contado en confesión y éste le habló entonces de la historia del préstamo, añadiendo que finalmente lo había devuelto, aunque no había notificado este extremo a la iglesia. El cura regresó a su casa, examinó los libros y comprobó que la excomunión seguía vigente. La levantó, volvió casa del enfermo y pudo darle la comunión, pero con otra forma consagrada, pues la primera había quedado adherida a la patena de forma definitiva. Y así pasó a ser expuesta en la iglesia de San Martín, que desde ese momento se convirtió en «el Templo del Milagro» y, como tal, pasó a ser un centro multitudinario de devoción, a lo que ayudó el hecho de que Frómista se encontrase en pleno Camino de Santiago. Hasta tal punto llegó a ser famoso el «Milagro de Frómista» que, al parecer, fue mencionado en el Concilio de Trento como prueba de la presencia de Cristo en la hostia consagrada a través de la transustanciación que se produce en la misa durante la consagración.

El milagro no deja de ser, sin embargo, una aberración teológica, que deja en mal lugar al Juez Supremo, el cual nunca debería acogerse a un defecto de forma, cuando, por su naturaleza omnisciente, conocería el fondo del asunto. Pero ¿qué podría valer cualquier argumentación ante una tan consistente prueba material? ¿O la consistencia no era tanto, como vino a dar a entender Gaspar Melchor Jovellanos?

l JOVELLANOS, EN FRÓMISTA. Jovellanos llegó a Frómista el 24 de septiembre de 1791, en una expedición que había organizado con varios amigos para visitar las obras del Canal de Castilla, viaje del que da cuenta detallada en su «Diario». Como es habitual, nada se escapa a su atención, desde el estado de las carreteras y caminos a las clases de cultivo y el arbolado, pasando por el nombre de todos los pueblos del entorno, así como cualquier cosa notable o curiosa que pueda haber en ellos. En Monzón, por ejemplo, visita una fábrica de harinas, cuyo proceso productivo describe minuciosamente. De Frómista le interesan de modo especial las cuatro esclusas que ha sido preciso construir para que el Canal -no se olvide que navegable- pueda salvar un desnivel del terreno. El día que visita esta singular obra de ingeniería (que, por cierto, sigue en pie) no se acerca a Frómista. Lo avista de lejos y anota que es un pueblo grande, de unos doscientos vecinos, señorío del duque de Uceda. Pero sigue hacia Osorno y llega hasta Alar del Rey.

Dos días después, está de regreso. Por el camino se encuentra con una niña asturiana «decentemente parecida» que va a Valladolid a servir en casa de un oidor. En Frómista come y luego visita el monasterio, donde, como siempre, anota todas las inscripciones que encuentra. Y luego pasa al «priorato de San Martín, llamado del Milagro porque dicen que se conserva allí pegada a una patena, una santa Forma». Omite relatar el «cuento» (sic) «porque le trae el Yepes, tomo VI». Y resume su impresión: «Yo vi por mis ojos una cosita blanca, que no me pareció cosa de hostia, sino materia más gruesa, pegada a un pedazo de cera harto más grande y visible; vense también dos muy pequeños pedazos que parecen de hostia, sin se conozca pegamiento alguno y unidos a la patena, que está vertical; en fin, se conoce una gota de cera en la patena, quitada como con la uña».

l UNA IGLESIA GRACIOSA. Jovellanos se muestra escéptico ante el «milagro», pero, ya que está en la iglesia de San Martín ¿qué opina de ella? La suya es, sin duda, una opinión de relevancia excepcional, pues, como subraya Javier Barón, que dedicó su tesis doctoral a sus ideas sobre la arquitectura, Jovellanos es quien pone en España las bases para el estudio de la historiografía arquitectónica. Pues bien, su opinión es sorprendentemente lacónica: «La iglesia es graciosa, obra al parecer del siglo XII». Y luego anota una inscripción sobre el arco de la capilla del milagro. ¿Por qué tan poco entusiasmo? ¿Tan desfigurada estaba ya la iglesia? Seguramente, pues es lo que se puede deducir de una última anotación: «El retablo mayor es pésimo». Es decir, había retablo, que sin duda ocultaba el precioso ábside central, que ahora se ve esplendoroso en la proporcionada pureza de sus líneas, pues acoge tan solo un esquemático altar y tres tallas antiguas: un hermoso Cristo del siglo XIII, un joven San Martín, románico y deliciosamente ingenuo y un Santiago de época más reciente. Es probable que durante la visita de Jovellanos hubiera también en la iglesia otros añadidos de baja calidad que enmascararan la belleza del conjunto.

l EL MILAGRO ES EL TEMPLO. Hace ya mucho tiempo que decayó la fe en el que fue considerado el Milagro de Frómista. No por eso San Martín ha dejado de ser el Templo del Milagro. Ahora el milagro es el templo mismo, como la plasmación de un edificio ideal. Tal vez nunca existió como ahora lo vemos, pero es tanta su belleza que me gustaría creer en él como una verdad sin tacha ni mengua. Eso sí, nadie me ha impedido ni me impedirá poder admirarlo.