La cuestión no es tanto la esperanza de vida cuanto la calidad de vida. Por eso cada vez con más frecuencia se plantea alcanzar noventa y hasta cien años de vida pero con buena salud.

La revista «Archives of internal medicine» acaba de publicar la fórmula para conseguirlo. No es una pura especulación, está basada en profundos estudios, realizados de forma sucesiva, poniendo el acento en resultados bien verificados.

Los estudios en gemelos realizados hasta ahora han revelado que la esperanza de vida depende sólo en un 25 por ciento de factores genéticos. Obviamente ese dato implica que el 75 por ciento restante se puede atribuir a factores ambientales que es posible escoger y modificar, si no plenamente a voluntad, al menos en buen grado .

En la década de los años ochenta del pasado siglo, el investigador Laurel B. Yates, del hospital Brigham & Women´s de Boston (EE_UU) decidió averiguar exactamente qué hábitos de vida y qué características físicas favorecían el aumento de la longevidad de los seres humanos.

Planteó un ensayo que realizó entre los años 1981 y 1984 centrado fundamentalmente en entrevistas hechas a 2.357 hombres de 70 años de edad. Una vez realizado el trabajo de campo inicial, el doctor Yates comenzó a hacerles un seguimiento anual para conocer la evolución de los hábitos de esas 2.357 personas, su calidad de vida, su actividad diaria y la vida cotidiana que llevaban.

De la lista inicial de voluntarios, 970 personas superaron los 90 años de edad gozando y disfrutando de buena salud. A partir de ahí Yates está convencido de haber identificado la clave del éxito en cuanto a esperanza y calidad de vida, una doble perspectiva que es realmente la que da idea de cuál es la mejor meta a alcanzar.

Cómo ha podido cuantificar el investigador de Boston los principales enemigos de la longevidad son la hipertensión -que reduce la posibilidad de cumplir 90 años en un 36 por ciento-, la obesidad -que incide negativamente en un 26 por ciento- el tabaquismo -que actúa en un 22 por ciento- y, sobre todo, la vida sedentaria, que llega a marcar hasta el 44 por ciento de los encuestados.

Por el contrario, del estudio americano se sigue que, si un adulto hace ejercicio de una forma regular y con cierta intensidad -sin llegar necesariamente a una actividad extrema-, las posibilidades de fallecer antes de cumplir los 90 años se reducen nada menos que en un 30 por ciento.

La importancia del ejercicio, en cualquier caso moderado o, al menos, no de alta competición, llega más allá de lo que indica la ciencia de forma consensuada. Con frecuencia, quienes practican algún tipo de deporte son conscientes personalmente de la sensación de euforia e incluso de felicidad que en ocasiones se experimenta tras realizar alguna práctica deportiva con aprovechamiento.

Trasladando la sensación general y el consiguiente conocimiento vulgar -una pura experiencia personal que cualquiera puede comprobar y contrastar con sus amigos- al campo de la ciencia, existe la convicción entre los investigadores de que las responsables de esas sensaciones son las llamadas endorfinas, una especie de opiáceos naturales que produce el cuerpo cuando, por ejemplo, se realiza un ejercicio vigoroso.

Hasta ahora el problema para comprobar esta teoría era que con la tecnología disponible el nivel de endorfinas tan sólo podía medirse en la sangre y no en las áreas del cerebro responsables de regular el estado de ánimo.

Pero un grupo de investigadores alemanes ha comunicado recientemente que había logrado, utilizando una técnica pionera, comprobar por primera vez que el ejercicio físico intenso libera endorfinas en el cerebro, lo que explicaría la euforia que sienten aquellos que lo practican y corroboraría la experiencia personal de muchos deportistas y ciertas hipótesis científicas muy extendidas, pero nunca exactamente explicadas en cuanto a la mecánica y los detalles del fenómeno.