Aparte de su cualificación profesional, de su trabajo unánimemente reconocido en el teatro Real, Javier Escobar ha sido una persona excepcional, un amigo leal y cercano, una de esas personas que pasan por esta vida generando empatía sin necesidad de alardes. Amante de la vida al máximo, guapo a rabiar, ingenioso, con un sentido del humor sensacional y una memoria fabulosa que le hacía recordar hasta los mínimos detalles de una producción y las numerosas anécdotas que se generan en un escenario, se hacía querer desde el minuto uno y deja una estela inmensa de amigos en la profesión y, también, en cierta medida bastante inusual en un campo en el que la frialdad y el distanciamiento suele ser la nota dominante. «Entrabas en el Real y siempre encontrabas en él una sonrisa. Todo eran facilidades y cualquier problema tenía en él solución inmediata», me decía ayer una cantante española, emocionada al enterarse de su muerte. Conocía al detalle las manías y caprichos de los divos. Tenía mano izquierda para sortearlos y también para potenciar lo mucho y bueno que atesoraban y que él siempre buscaba potenciar. Trató a todos los grandes y los admiraba. Conoció a los mejores directores musicales, de escena y cantantes ya desde la etapa en que vivió en Londres. Compañero de vida, durante tantos años, del también ovetense Emilio Sagi, me quedará para siempre la imagen de esta pasada primavera, en Bilbao, tras un estreno en ABAO, en el Palacio Euskalduna, de su vitalidad, de su risa, de su energía desbordante, capaz de relativizar los problemas, de buscar lo positivo, siempre con una ironía muy asturiana. Con garra, y una valentía que me admiró de manera absoluta, afrontó la enfermedad. Le hizo frente. Ésa fue su última gran lección. Descansa en paz amigo, somos muchos, casi legión, los que desde tantos sitios te recordaremos.