Hay textos que el alma y las manos se resisten a escribir, y éste es uno de ellos en que el dolor se abate sobre el corazón. Y lo estoy haciendo sin sobreponerme aún a la sorpresa, aunque el tiempo se le iba y sabía que la noticia no sería ya una novedad.

Cada semana, cuando hablaba con Juan Ramón, apuraba la conversación, porque me entristecía la posibilidad de que pudiera ser la última. Su salud había llegado al límite de las fuerzas, aunque la voz y la cabeza mostraran el vigor y la claridad que habían dirigido nuestros primeros pasos en el periodismo, especialmente importantes para el resto de nuestra vida, no solamente profesional. Pese a todo ello, en nuestra última conversación no pensé que su final pudiera estar tan próximo, tal vez porque deseaba que no fuera así y apartaba esa posibilidad de la cabeza como un mal pensamiento. Le recordé durante la charla que precisamente en este mes de febrero se cumplían los cincuenta años, ¡medio siglo!, del día en que Graciano García y yo llegamos a las puertas de LA Nueva España para que nos dieran una oportunidad porque queríamos ser periodistas. Le recordé, una vez más, que Paco Arias de Velasco, él y Luis Alberto Cepeda habían sido nuestros valedores para que se abrieran las puertas del periódico, imposible para los jóvenes, como nos habían dicho cuantos conocían nuestras intenciones. Y para despedirme le dije, como siempre le decía, que se cuidara porque su presencia nos seguía haciendo falta a quienes en aquellos primeros años sesenta coincidimos en la redacción, Evaristo Arce, Vélez, Rubén Suárez y Diego Carcedo, Graciano y yo, la generación del cambio que, bajo su tutela, con su magisterio, dimos nuestros primeros pasos y contribuimos a la transformación del periódico.

De su tolerancia aprendimos a ser tolerantes, de su rigor intentamos ser rigurosos, de su generosidad nos esforzamos por ser generosos, de su amplia cultura procuramos no dejar que nada cayera en baldío y de su magisterio aprovechamos cuanto pudiera servirnos para cimentar nuestro futuro. Pero, tal vez, sobre todas estas enseñanzas, que fueron un sólido cimiento, la que de más valor nos quedará como recuerdo será su humanidad, el trato exquisito con todos, incluso cuando por nuestra torpeza los rendimientos de nuestro esfuerzo no alcanzaban sus exigencias, requisito para nuestro aprendizaje.

Juan Ramón era el último vínculo con nuestros inicios profesionales, con aquel trajín de cada día, con el afán por superar nuestras limitaciones iniciales para encontrar sus palabras de aliento, incluso en el reproche, y a él recurrimos siempre en busca de consejo, porque nunca dejamos de ser para él aquel grupo de jóvenes en quienes puso el caudal de sus conocimientos, tan generosamente derramados, para conseguir que nuestras aspiraciones, en lo posible, se cumplieran. Y él nunca dejó de ser para nosotros el maestro. Queríamos a Juan Ramón y él nos quería, porque siempre le agradecimos que echara el resto para conseguir algo de nosotros. Y se lo repetíamos y cada vez se emocionaba. Y pienso que no defraudamos, cada cual por su camino, tan porfiado y generoso esfuerzo.

Puede que, como una premonición, en esa última conversación de hace una semana, Juan Ramón me habló de la esperanza de la fe, que en su tiempo final reconfortaba su alma y lo ponía en disposición para este último viaje. Tendríamos que decirle una vez más que no lo olvidaremos y que siempre nos faltará tiempo para expresarle nuestro agradecimiento.