Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Craig Claiborne.

La jugada maestra de Craig Claiborne

El crítico que enseñó los secretos de la gran cocina a los americanos y el libro sobre intriga culinaria de Christoph Ribbat

Se puede decir que Craig Claiborne enseñó a los estadounidenses los secretos de la gran cocina. Se unió al "New York Times" en 1957 y durante 29 años fue su periodista gastronómico y, de forma intermitente, se encargó además de la crítica de restaurantes. Escribió más de veinte libros, muchos de ellos recetarios, y en colaboración con su colega Pierre Franeyanimó a los cocinillas a ampliar sus horizontes culinarios. En lo que concierne a la crítica, todavía se le sigue imitando. Sus influyentes opiniones concluían con una calificación en la escala de una a cuatro estrellas, y el resultado sólo se publicaba después de repetidas visitas al local de turno. El ámbito divulgativo de los restaurantes pertenecía hasta ese momento a los departamentos de publicidad de los periódicos.

Antes de alcanzar la veneración y el respeto como crítico del "Times", Claiborne, sureño -procedía del delta del Misisipi-, gay y de porte aristocrático, había sido soldado en la Segunda Guerra Mundial y en Corea. Al finalizar la carrera de periodismo se formó en la famosa escuela de hostelería de Lausana. Con la mente puesta en conseguir un empleo en el mejor diario de Nueva York y trabajando como relaciones públicas para la margarina Fluffo, Claiborne tuvo su día de suerte en el restaurante Colony, un reducto de esnobs, mientras almorzaba con la redactora de una revista alimentaria. Digamos que jugó bien sus bazas.

Cambiemos de tiempo verbal. La pareja se halla en una mesa en un rincón de la sala. Las buenas están ocupadas por personalidades y Claiborne es todavía un don nadie. Lo cuenta Christoph Ribbat en su libro de intrigas en los restaurantes. Pide una botella de Puligny-Montrachet a un sumiller arrogante, que como sucede con todos los sumilleres arrogantes de este mundo le mira por encima del hombro. El sumiller, un robot de suficiencia insoportable, sirve un gotas del liquido en la copa de Claiborne, que por el rabillo del ojo distingue la palabra Chassagne impresa en la botella. No dice nada. Huele el vino, aguarda su paso por la boca, lo ingiere, y finalmente se pronuncia: "Es extrañoo pero pero sabe a Chassagne-Montrachet". El estirado replica: "Pero, monsieur, es un Puligny Montrachet y no un Chassagne. Es cierto que son viñedos de la Borgoña cercanos entre sí, sin embargo se trata de parcelas distintas". Claiborne lo pone en duda y sugiere que le muestre la botella. A partir de ese momento deja de ser un don nadie y se convierte en el hombre que ha identificado un Chassagne cuando había pedido un Puligny. El gerente lo quiere conocer. Ha nacido una estrella. La quinta estrella de Claiborne que igual había leído "Taste", el cuento de Roald Dahl, y se sintió por un momento su protagonista, el gastrónomo Richard Pratt. Sólo que a nuestro personaje no lo pillaron mirando por el rabillo del ojo la botella.

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.