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Crítica

Una gran noche

La temporada operística del Campoamor se cierra con un éxito rotundo capitaneado por un elenco vocal en estado de gracia

Una gran noche

En 1894, dos años después de la apertura del teatro Campoamor, ya estaba el "Rigoletto" verdiano sobre las tablas del mismo. Desde entonces ha sido uno de los títulos de referencia continuada en la cartelera del coliseo ovetense (incluso en 1948, en la reinauguración del mismo). Estamos ante unos títulos más populares del repertorio internacional y de los predilectos del público ovetense, con presencia, nada menos que en veinte temporadas. Este año el Campoamor cumple 125 años y es oportuno recordar que es y ha sido un teatro público que ha acogido una impresionante diversidad de espectáculos y actos culturales (teatro de prosa, cine, danza, conferencias, exposiciones, etc.) pero ha sido la lírica -ópera y zarzuela- su columna vertebral a lo largo de su ya extensa andadura, la que ha forjado su preeminencia y su prestigio nacional e internacional. Conviene tenerlo en cuenta.

Se cierra una nueva temporada de ópera y se hace a lo grande, con un éxito rotundo capitaneado por un elenco vocal en estado de gracia que arrebató al público del estreno y que reafirmó el gusto y regusto verdiano de la afición carbayona, siempre volcada cuando las cosas salen bien en un título como "Rigoletto". Obra maestra, universalmente reconocida y que, a día de hoy, nos sigue interpelando. El abuso de poder, la violencia de género, la venganza, son algunos de los vectores principales del argumento, asuntos en plena vigencia que a diario asoman la patita en los medios, incluso en "cortes republicanas" de añejo sabor zarista o en los flamantes visillos dorados del despacho más ovalado del poder mundial. Estamos, por tanto, ante una ópera canónica de la que cada espectador tiene su propio punto de vista, en la escena y en el canto. Y ese conocimiento popular hace subir el nivel de exigencia. Ahora bien, el umbral de la excelencia ya se buscar por otros cauces. Habrá quien prefiera un perfil vocal en el que prime el volumen o la pirotecnia (lo que el maestro Muti llama, "el circo") o quien apueste por el refinamiento expresivo o el matiz que tanto bien hace a las partituras verdianas de la trilogía popular, al enfatizar el peso dramático que no se sustenta en el efectismo sino en un acercamiento de mayor erudición. Es lo que el maestro Marzio Conti ha tratado de impulsar desde el foso ya desde el preludio: una lectura que, sin renunciar al contraste dinámico, a la pulsión de contraponer con brío los diferentes planos sonoros, abriese, desde un planteamiento efectivo y posibilista, otro tipo de horizontes. No es fácil que todo un reparto entre por esta vía -el esfuerzo que exige es mayor- pero el intento no fue baldío y se consiguió algo más que una impecable labor concertadora; los logros fueron relevantes y la orquesta respondió y también, en líneas generales el elenco y el propio coro de la Ópera de Oviedo, en una correcta actuación en estos meses de clara transición hacia un nuevo modelo de trabajo.

Cuando se cuenta, en un título de estas características, con un cast de primera categoría, los resultados adquieren de inmediato otro nivel. Y el elenco de este "Rigoletto" es de los que la afición recordará durante tiempo. La noche empezó con aviso y susto, que el público conjuró aplaudiendo: se informó que el barítono Juan Jesús Rodríguez se estaba recuperando de un proceso gripal. A tenor de su intervención puede decirse claramente que los aires ovetenses contribuyeron a una espléndida mejoría. Quien es uno de los barítonos verdianos por excelencia de nuestro tiempo retuvo el cetro con autoridad, y ni los virus consiguieron hacer mella en su hermoso timbre, en la belleza de un sonido emitido con garra y esplendor. Volcado en una interpretación canónica, su Rigoletto tuvo intensidad y entrega admirables. Se agradece en escena su valentía y la capacidad de interiorizar el rol con eficiencia, sin caer en los tics demasiado arquetípicos de otros colegas suyos que acaban deformando el carácter del bufón, la tragedia de su patética existencia. También valiente es Celso Albelo en ese rol tan ansiado vocalmente por los tenores. El duque de Mantua permite exhibición y pirotecnia. Es un papel que necesita, para tener la entidad necesaria, un gran cantante, algo que Albelo es, y con creces. Erigido como una de las voces españolas más solicitadas en los circuitos, se ha hecho fuerte en este repertorio y, en el estreno, deslumbró por la holgura con la que afrontó cada escollo vocal. Su duque es chispeante e incluso sale vivo de algunas imposiciones escénicas desafortunadas. Eso dice mucho y bueno del cantante tinerfeño que nos dejó un alarde técnico y una presencia vocal imponente, arrolladora.

Se agradeció y mucho el enfoque vocal tan exquisito de la soprano Jessica Pratt como Gilda. Refinamiento expresivo de altos vuelos el suyo, más allá de la belleza del "Caro nome", con musicalidad cuidada y tan bien delineada en cada pasaje, en los dúos, en los concertantes. El dominio de la coloratura belcantista sin necesidad forzar, ni de enfatizar con alardes innecesarios, el dominio de la media voz, y la capacidad para apianar sin perder el color, fueron líneas maestras de una interpretación que creció, desde un inicio un tanto titubeante, un pelín plano, según avanzó la noche. Entre el resto del extenso reparto hay que desatacar especialmente al Monterone de Ricardo Seguel. Correctos Felipe Bou como Sparafucile y la Maddalena de Alessandra Volpe, cumpliendo el resto de los intérpretes con creces. Esto hizo que no solo brillasen las individualidades, sino que el trabajo conjunto también adquiriese mayor solidez.

Es la tercera puesta en escena de Guy Joosten que se ve en estos últimos años en la temporada. Estamos ante una veterana producción de la Ópera de San Étienne, un tanto "viejuna", enmarcada en esa tendencia bastante desfasada de mezclar diferentes épocas históricas a través del vestuario y la escenografía. Busca Joosten ambientación enjaulada y tenebrista. La corte y el lumpen conviven en el exceso pero poco o nada se aporta desde el punto de vista dramatúrgico. No hay riesgo en su versión, con lo cual todo se queda en una tierra de nadie que convierte su punto de vista sobre la obra en inocuo e irrelevante. Sobran escenas absurdas -el baile en "la donna è mobile" es tan tremendo que parece una especie de sketch malo de "Benny Hill"- y falta un criterio narrativo más claro y preciso. Como dicen los magos para despistarnos con el truco, nada por aquí, nada por allá. Y efectivamente nada fuera de lo convencional se obtiene de un montaje que no acaba de tener, pese a pretenderlo, un tono decadentista que le hubiese dado otra entidad. Tibios aplausos y un suave rumor de pateo de fondo despidieron en los saludos finales al equipo escénico. Y, a partir de septiembre, "Sigfried", "Il trovatore", "L'elisir d'amore", "Andrea Chénier" y "Pelléas et Mélisande", en lo que será ya la septuagésima temporada de ópera.

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