Javier García Rodríguez (Valladolid, 1965) es catedrático de Teoría Literaria de la Universidad de Oviedo desde hace cinco años. Escribe poemas y cuentos, dirigió la cátedra "Leonard Cohen" y es responsable de la programación literaria del Centro Niemeyer.
-No me veo muy distinto a como me imaginaba de chaval que sería a esta edad. Una vez que vi que no iba a ser futbolista de élite y que como músico sería regular, advertí que las letras no se me daban mal.
-¿En qué ambiente creció?
-En Los Pajarillos, suburbio de Valladolid, donde te dabas cuenta de que había cosas que cambiar para uno y en general y que con la educación se podía.
-¿Cree en eso hoy?
-Diría "religiosamente", si fuera religioso. La educación es un salvavidas, un motor de transformación social y la palabra es su base. El que tiene el discurso tiene el control. Dejarlo siempre en las mismas manos es hacer dejación de nuestras obligaciones.
-¿Quién tiene el discurso?
-Los impunes que se sienten en la libertad absoluta de decir y hacer lo que quieren. Me preocupan los impunes cotidianos, el que tiene una opinión de todo por encima de los demás, habla mal de los maestros a la puerta del colegio de sus hijos porque tienen muchas vacaciones, se escaquea de pagar la cuota y se vanagloria de ello y pide que no le pongan el IVA. Nos coloca en la posición de ser nosotros impunes.
-¿Probó en la música?
-Soy de letras y de notas. Había grupos, festivales... Pegado a mi barrio había un poblado gitano que se hizo para recoger a los que vivían en cuevas. Empezaba la movida madrileña y en el páramo de San Isidro vivían en cuevas. Suena a Leonard Cohen, pero aprendí a tocar la guitarra con chavales gitanos. La música es una actividad muy profunda y no tiene el respeto que debería en la educación, ni en los presupuestos, ni en la consideración social.
-¿Qué aprendió a tocar?
-Desde las canciones de "Los Secretos" hasta los cantautores españoles. Ahora estoy en un proyecto de investigación universitario de la canción de autor y me gusta estudiar académicamente aquella educación sentimental.
-¿Cómo era su casa?
-Mi padre era albañil y, luego, portero y mi madre, ama de casa. No había libros, pero mi padre, de 1975 a 1980, compró ensayo político de quiosco. Mi abuela materna vivía en casa y leía novelas de Corín Tellado moviendo los labios. Me fascinaba. Yo leía esas novelas con naturalidad, las cambiaba en el quiosco y me parecían maravillosas, "Dejaste de quererme", "Locura cotidiana". Esos escritores dominaban la técnica narrativa y eran modélicos en ese sentido. Tener las palabras te hacía más libre y tenía prestigio.
-¿Lo tenía en su entorno?
-Sí, entonces se podían valorar distintos aspectos de la persona. Valoraba a mi hermano, que se hizo peón de albañil a los 15. Yo lo fui dos veranos y fue tan durísimo que la dureza del estudio se me hizo blanda.
-¿Escribía usted?
-Entré en la ficción escribiendo las cartas de mi abuela a sus hijos emigrantes. Ella empezaba la carta a tío Nano o a tío Nini y se le acababa pronto el repertorio. Una vez me dijo "pon lo que quieras". Me ponía en su cabeza y contaba cosas que no habían pasado, pero no extravagantes.
-¿Sólo leía novelas de amor?
-No, en las aulas de mi colegio había una estantería que se abría el viernes con una llave y elegías por riguroso orden de comportamiento "Los siete secretos" o "Los cinco". En verano, las primeras bibliotecas portátiles eran la gloria. Me gustaba escoger lo que no conocía. Ray Bradbury dice que hay que lanzarse desde el precipicio e ir construyendo las alas a medida que se va cayendo. A veces sale mal y es una putada.
-¿Por todo eso estudió?
-Y por Ángel García Aller, que daba Literatura con emoción vibrante en la poesía, y por Julio López, que falleció joven, y lograba que las generaciones del 98 y del 14 no fueran un coñazo. Las personas son importantes en otras personas. Empecé a dar clase en 1989 en EE UU y soy muy cuidadoso con lo que digo y hago.
-Su rollo ochentero.
-Fular y chaleco. Oía a Silvio Rodríguez, pero vengo de la copla, de Marifé de Triana, porque mi padre era un aficionado muy cabal. Nunca lo vi del antiguo régimen. Quintero, León y Quiroga hicieron más por la educación sentimental de España que Lorca.
-A eso le debemos nuestra horrorosa alta emocionalidad.
-Nos movemos en la incapacidad de escapar de eso, hay que tomar mucha distancia y, te lo digo yo que soy un teórico de la literatura, es muy difícil.
-Usted, primer universitario de su familia, hizo una carrera "inútil".
-Mis padres pensaban que la formación era algo básico y estudiar una carrera, una maravilla. Mi madre murió recientemente y decía cuando acabé la carrera "ahora ya tienes Don". La recuerdo diciéndome "cuando seas mayor vas a ir a Connecticut". Fui a Iowa en 1988 y me decía "yo sabía que a algún sitio ibas a llegar". Fui profesor visitante en Montreal en 2000.
-¿Cómo llegó a Asturias?
-Conocí a María José Morán en 1986 en unos Encuentros juveniles. Es de Avilés, una maravillosa mujer y una valiente y admirable profesora de Secundaria. Desde 1995 tengo casa en Oviedo. Durante veinte años viajé a Valladolid cada lunes por la mañana y volvía el viernes, atravesando el Huerna o en tren.
-Su libro "Un pingüino en Gulpiyuri" salió de una pregunta de su hija Claudia.
-Según sus palabras, lo ha escrito ella y no le digo que no. Se vanagloria de haber escrito todos mis libros. Tiene 13 años.
-¿Qué tal en Oviedo?
-Muy bien. Llegar mayor es una ventaja. Soy poco patriotero. Me siento de mi barrio, pero la noción de patria grande se me hace pequeña.
-Su dieta literaria.
-En los últimos 100 o 150 años donde más se ha arriesgado en densidad e intensidad es en el cuento. Si la novela es "Cien años de soledad" cambio por ella el 99 por ciento de los cuentos.