Vale que la gala fue sobria y que hubo pocas explosiones. Pero también hubo mucha emoción contenida. Momentos en los que el Campoamor se podía haber venido abajo en aplausos y el instante quedó mudo, quizá de tanta pasión.

Sucedió, quizá lo más destacado, cuando la periodista mexicana Alma Guillermoprieto recordó esos momentos difíciles en los que se mueren los colegas. "Hace año y medio, en Madrid", relató, "regresaba al hotel cuando me avisaron de que en México habían matado a tiros a mi valiente, inclaudicable amigo Javier Valdez. Fue como si apagaran la luz del mundo". Y lo dijo con la voz en la garganta y las lágrimas asomando. No hubo ovación.

El auditorio se contuvo y Alma Guillermoprieto salió con coraje: "Matan a uno para intimidar a todos, pero donde matan a uno, a la largan suelen surgir dos o por lo menos otro". Hubo más mensajes en esa dirección, como cuando dedicó el premio a sus "atribulados colegas en Venezuela, Nicaragua o México".

El filósofo Michael J. Sandel también emocionó y se emocionó. Su discurso, para hablar de la comunidad, contó la suya, la de los orígenes sefardíes de su mujer, que creció cantando las canciones en ladino que le trasmitió su padre, Alberto Adatto. Y también habló de Reginaldo, un hombre al que conoció en una favela y que un día, rebuscando en la basura, dio con un libro que contenía parte del diálogo de Platón sobre el juicio de Sócrates, aprendió a leer y se aficionó a la filosofía. Historias con nombres propios comunidad.

Fueron historias hermosas y Sandel volvió a emocionarse cuando Felipe VI glosó sus méritos. La Reina doña Letizia también vivió la ceremonia con emoción, que se tradujo, en su caso, en una brillante y constante sonrisa.