La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La soledad de un pijama de madera

Cuatro episodios que esbozan la vida del Nobel, desde su encuentro con el catedrático Juan Negrín López hasta su funeral en Luarca

Severo Ochoa en su laboratorio en Estados Unidos

Severo Ochoa sentía irse de este mundo "sin saber exactamente donde había estado". Él, que inauguró la biología molecular y sus descubrimientos explicaban las bases de cómo funciona la naturaleza, el gran hombre de ciencia, se emocionaba en sus visitas a Covadonga, mirando a la Santina en el santuario donde en 1931 se había unido para siempre a Carmen García-Cobián, la mujer que iluminó su vida.

El científico fallecido hace 25 años apenas se enfrentó con la duda existencial aunque, como todos los espíritus profundos, se llevaba bien con la incertidumbre. Vivió de la búsqueda de la verdad más que de su posesión. El "más allá" no es científicamente verificable ni, por tanto, refutable. Sobre el féretro del Nobel de Luarca, en la capilla ardiente de la fundación Jiménez Díaz donde nos encontrábamos en 1993, se había colocado un crucifijo dorado.

"Es posible que el hombre nunca halle la clave de la naturaleza del sentido de la vida, pero podemos dirigir la vista adelante, con confianza y antelación, hacia una mucho mejor comprensión de un gran número de misterios", aventuraba el bioquímico en 1959 ante los reyes de Suecia. Borges anhelaba "morir enteramente y ser olvidado". Nada de esto ha ocurrido a Severo Ochoa. Ni ha muerto enteramente ni, por supuesto, jamás será olvidado. El recuerdo permite dejar testimonio en este aniversario tan simbólico de cuatro episodios adheridos a una imperfecta memoria.

El primero data de agosto de 1987, en la residencia de Ensidesa, en uno de los cursos de La Granda que rendía homenaje a su amigo y colega Francisco Grande Covián, y tras el primer año de inconsolable duelo por la muerte de Carmen García-Cobián. Impresionaba su autoridad natural, su altura, sus níveos cabellos. La figura de abuelo adorable se hacía cercana. Era visible la serenidad, el inmenso saber y la concentración natural de aquel hombre que nunca tenía un mal gesto. Correcto en todas las formas de su vida, no toleraba la vulgaridad ni admitía el mal gusto. Quien suscribe resultó inapropiado cuando interrogó al campeón de la bioquímica clásica para conocer su opinión sobre la utilización de fetos en medicina y sobre las nuevas formas científicas de tratar la vida. El Nobel se removió en el sofá donde descansaba y desafió la vidriosa cuestión. "Son cosas de las que no quiero opinar públicamente. Prefiero no meterme en camisa de once varas. Sobre eso tengo opinión, pero no pública", sentenció contrariado don Severo. La expresión mística que irradiaba se tornó en don Severo todo carácter, haciendo honor a su nombre. La mediación de Teodoro López Cuesta calmó al investigador excitado por una cuestión que evitó con gesto y palabra tajantes sobre un debate poco científico.

Debemos celebrar a Severo Ochoa en noviembre, el mes de los crisantemos y los difuntos. Supo llorar ante la muerte, como recomendaba Unamuno. Nunca quebró la confianza de Carmen García-Cobián, su amor eterno, para no arrebatarle el consuelo de la fe. Y ella, como imagen venerada y presencia eterna, lo acompañó hasta el final. Sobre la mesita de la habitación 5C de la clínica de La Concepción, en la Fundación Jiménez Díaz, estaba el rostro angelical de Carmen. Ochoa, como escribía su maestro Negrín, "no tenía el privilegio de haber sido tocado por la fe", pero en sus cinco meses de hospitalización ofrecía plegarias por su esposa "a su manera", con música de Bach; o bien a la manera que la Providencia había querido darle a entender. Allí se produjo el segundo episodio que resultó transcendental. Tenía 88 años y tuvo lugar ya de cuerpo presente, en su capilla ardiente instalada en el Aula Magna de la Fundación Jiménez Díaz.

Veinticinco aniversario de su traslado en un solitario vehículo fúnebre desde Madrid a Luarca y su sobrio entierro. Un viaje en soledad, la misma que conllevaba en la íntimidad tras la muerte de Carmen; un itinerario de 550 kilómetros propio de un relato de Julio Cortázar, con el que se despidió al más insigne científico español del siglo XX. Un Peugeot 605, el número 133 de la compañía funeraria de Madrid, conducido por Daniel Moreno Mencías, de 43 años, profesional experimentado con el traslado de muertos de Estado: Francisco Franco, Luis Carrero Blanco y Enrique Tierno Galván.

Toda la cohorte de autoridades civiles y académicas que acudió a despedirle a la Fundación Jiménez Díaz, donde hubo hasta el rezo de unos "padrenuestros", como hizo Juan Velarde, se quedó en Madrid. Daniel Moreno tomó rumbo a Asturias cargado de coronas y flores, y con Severo Ochoa con el "pijama" de madera. Su amiga Ángeles Grajal había escuchado al paciente Ochoa, asumido ya lo inevitable de la enfermedad, en paz y sin sufrimiento, quejarse "de un pijama, que no te lleva a ningún lado". Lo llevaba, al menos, al cementerio de Luarca en el que él mismo había prescrito unas honras fúnebres sin pompa, sin Iglesia y sin honores de Estado. Antes de llegar a la Villa Blanca, Daniel Moreno repuso fuerzas en un bar de carretera en Castanedo, y dejó a la orilla del camino al ilustre cadáver. Allí se lo encontraron unos vecinos sorprendidos y los dos periodistas de LA NUEVA ESPAÑA que lo seguían desde Madrid. La Policía Local escoltó a la funeraria a 10 kilómetros de Luarca hasta que la multitud conmovida lo recibió en la tierra que lo vio nacer en 1905.

El tercer episodio acontece en 2017 con la lectura de la Revista del Círculo "Amigos de Nava" en la que el profesor Alejandro Calleja publica un artículo sobre la vinculación del matrimonio Ochoa con La Casa Nueva, en la parroquia naveta de San Andrés de Cuenya. Carmen, nacida en Gijón en 1905, era hija de Cándido García-Cobián dueño de la fábrica de energía eléctrica del Peranchu, en las estribaciones de Peñamayor, y comerciante en Puerto Rico; y de Inés Álvarez-Nava; y nieta de Eulogio, descendientes de los hidalgos del Palacio de la Ferrería. La infancia y los veranos en Cuenya, y la escuela de Cesa, sus amigas de La Casa Nueva, siempre permanecieron en el corazón de Carmen, que a la vuelta de EE UU cumplía cada año con una visita al pueblo naveto. Mientras ella iba a misa, un anónimo y feliz don Severo charlaba con los paisanos en asturiano, se recuerda aún en Cuenya. Todo cambió sin Carmen. En 1987 Ochoa asiste a la Iglesia de San Andrés a un funeral por su esposa y, poco antes de morir, en 1993, visita la última la venerada parroquia de su esposa con la que tan generoso colaboraba.

Más reciente es aún el cuarto episodio. De 2018. Ha sido en Las Palmas de Gran Canaria, en la Fundación Juan Negrín, de la mano de José Miguel Pérez, catedrático de Historia de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y exsecretario de Educación de la Ejecutiva Federal del PSOE. Una exposición en la sede de la Fundación del político grancanario conmemoró hasta el mes de septiembre el centenario del Laboratorio de Fisiología de la Junta de Ampliación de Estudios en la que descuella el discípulo más brillante de Juan Negrín López. Grandes fotos de Ochoa, incluso la inmortal de la entrega del Nobel, colgaron de las paredes de la Fundación Negrín.

Severo Ochoa ha sido el más representativo del grupo de investigadores reunidos alrededor del fisiólogo grancanario en la Residencia de Estudiantes, en la que vivió el de Luarca desde 1926 hasta 1932. En otoño de 1935 pasó a trabajar con Carlos Jiménez Díaz. De la sabía enseñanza de Negrín, con quien conecta en segundo año de Medicina, recibió su instrucción bioquímica, su inducción científica y su orientación hacia el porvenir, se lee a sus colegas.

Los jóvenes e inseparables entonces, Severo Ochoa y José María García-Valdecasas, ambos "cerebros emigrados" que dieron prestigio a España, quedaron fascinados con el catedrático Juan Negrín, creador de la escuela de Fisiología moderna.

Entorno a un tazón de café canario, en sencillas reuniones de descanso a la entrada del laboratorio de la Residencia, podían coincidir Negrín, Ochoa, Grande Covian, Blas Cabrera, Américo Castro, Ortega y Gasset, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, y otros muchos científicos. La cultura era una en aquella edad de oro española en la que resultaba artificial la dicotomía entre ciencias y humanidades. Todo florecía en el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina con el magisterio extraordinario de Negrín. La relación entre maestro y discípulo, ambos de fuerte carácter, se iba a romper en 1936 y no a causa de la guerra ni de la política. El motivo fueron unas oposiciones a la Cátedra de Fisiología de Santiago de Compostela a las que Juan Negrín, que había forzado a presentarse a Severo Ochoa, vota en el tribunal en contra del aspirante asturiano, como también lo hace su amigo García-Valdecasas. Obtiene la cátedra Jaime Pi i Sunyer. Apasionado como todos los españoles, Ochoa rompe con su colega y con su maestro.

Diez años después, el 20 de noviembre de 1946, en Nueva York, Juan Negrín, que había ayudado a su discípulo a salir de España durante la Guerra, se reencuentra con Ochoa. Allí, en la ciudad ajena para ambos transterrados, se funden en un abrazo. Después de ese abrazo de reconciliación Ochoa ya no volvió a tener contacto con Negrín.

Discípulos como Carlos Corral, aprovecharon el centenario del Laboratorio de Fisiología para describir la clara continuidad en las ideas de la ciencia en España que va de Santiago Ramón y Cajal, continúa con Juan Negrín López, y llega a Severo Ochoa de Albornoz. Incomparable autoridad como científico, lumbrera bioquímica respetada en el mundo, el segundo Nobel de la ciencia médica española, fallecido hace 25 años, todavía nos envía sus señales de humo desde la lejanía.

Compartir el artículo

stats