"Buscas, exploras. Empiezas a tirar un hilo sin saber si va a romperse o traerá algo atado. La fragilidad del cuento es evidente. Son pocas páginas. Pero he leído tantos cuentos hermosos en mi vida que siempre encuentro el ánimo necesario para empezar de nuevo". Gonzalo Calcedo busca, explora, escribe. El resultado es espléndido: "Necios y ridículos" (Sloper).

¿Quiénes son necios? ¿Quiénes son ridículos?

La vida consiste en tropezar con dignidad. Levantarse más o menos magullado forma parte del aprendizaje. De crío te caías, un salivazo en la rodilla herida y adiós a las penas. Con los años los meniscos se resienten y caerse en una acera es de ancianos. La necedad supone estar a la altura de los tiempos. El ridículo puede ser enternecedor y una salvaguarda.

¿Sus personajes han perdido la brújula vital?

Las brújulas sirven en el mar. Hoy en día los móviles llevan una incorporada, un GPS de bolsillo. Conocemos nuestra ubicación, pero eso es todo. No conocemos más aunque nos creamos los amos del mundo. Estar desubicados forma parte de la experiencia. Los personajes de mis cuentos a veces disparan contra sí mismos, otras contra un enemigo invisible. Reencontrarse lleva su tiempo y, por lo general, cuando eso sucede el paisaje de alrededor ha cambiado, así que toca volver a empezar. La desorientación es una forma de estar. Lo importan es continuar.

¿Cómo de profundas son sus heridas?

El amor duele. También el desamor. La pérdida, la pena. Todo duele. Hasta la lluvia. A veces es soportable y la irrelevancia de los hechos acaba por consolarnos. Otras nos inquietamos. Muchos de los personajes del libro buscan trascenderse a través de actos mínimos. No hay demasiada grandilocuencia ni épica en sus existencias. O sí, depende del campo de batalla. En el fondo pienso que son héroes en un mundo ya sin guerras.

¿La dignidad se puede recuperar una vez perdida?

Para algunas personas la dignidad es un protocolo. Probablemente porque tengan más cosas de las que necesitan. Eso de la dignidad lo dejan para la gente que anhela cierta ética en los comportamientos. Las banderas se llevan la dignidad por el camino. Tal vez por eso los protagonistas de los cuentos parecen tan solos. Están allí donde la batalla ya ha concluido y humean los restos.

¿Se puede salir del infierno cotidiano sin quemarse?

Lo doméstico siempre ha sido despreciado. Incluso en la literatura. Pero imagino que hasta el patético Trump tiene vida doméstica, un Las Vegas permanente en miniatura. Yo siempre he escarbado en esas menudencias con cariño hacia mis personajes. No soy un entomólogo ni los cuentos amueblan una casita de muñecas. La vida está llena de turbulencias en ocasiones minúsculas. Buscamos la luz como las polillas. Aclararnos. No quedarnos en la oscuridad. Y al acercarnos se nos queman las alas, pero no todo termina ahí.

¿Las revoluciones son alimento de fantasías?

Creo que estamos huérfanos de verdaderas revoluciones. El aliento de los tiempos actuales no tiene esa profundidad. Pienso a menudo en los escritores que vivieron varias guerras y me asombra que pudiesen escribir en un mundo tan convulso. Yo me ahogo ante cualquier penuria mediocre. Cualquier inquietud me doblega. Soy incapaz de ordenar mis pensamientos. Hay que moverse, está claro. Despegarse de esa fantasía que es el presente y reconocer que hace falta violentar algunos órdenes. Encajar y golpear. Ser un buen sparring.

¿Los fantasmas son buena compañía?

Los fantasmas son el pasado. Su compañía es saludable. Tenemos un disco duro en la cabeza donde caben todos ellos. Puede que incluso actuemos como tales para otros sin saberlo. Un reencuentro con alguien al cabo de mucho tiempo tiene algo de cuento de fantasmas. Lo importante es saber convivir con sus modales y respetar sus exigencias. Eso sí, sin volverse loco. En el fondo no hay nada más romántico que un fantasma.

¿Cuándo un hogar se convierte en una trinchera?

Lo impoluto siempre tendría que estar bajo sospecha. Hay un cuento de mi querido Cheever (El gusano en la manzana) donde todo el mundo se empeña en encontrar el descrédito en la aparente belleza y formalidad de una familia modelo. Al final queda claro que la ponzoña está en los ojos del que mira. Eso lo sabemos todos. Pero entre la realidad y lo que ofrecemos a los demás siempre hay una discrepancia. El hogar es la trinchera moderna, los setos son de alambre de espino y los jardines están minados. Toca defenderse del "otro". Muchos políticos ponen su empeño en que exista esa amenaza. Nos quieren encerrados y con miedo.

¿Le atrae la suciedad anónima como fuente de inspiración?

La felicidad está en su apogeo. Las redes sociales exhiben paraísos. Si aparece la tristeza es para pedir fondos por alguna causa y fomentar una solidaridad compulsiva. Pero hay mucha gente que no está en Instagram o Facebook, igual que hay personas que no salen de puente u ocupan las terrazas de nuestro eclipsado verano. Yo siempre he buscado dar relevancia a las zonas grises de la vida. No es suciedad, es el día a día de muchos millones de personas. Rostros, fogonazos de luz. Pequeños cometas que apenas tienen trayectoria y se extinguen sin brillar. El transporte público te enseña muchas cosas respecto a la gente y sus existencias.

¿La insolidaridad es la madre de muchos males?

Los tiempos son egoístas. Para qué negarlo. El sentido de la propiedad lo gobierna todo. La economía manda. Si la economía va bien, el resto es superfluo. La insolidaridad es una forma de despecho. El vecino de al lado importa poco. Eso sí, que pague la derrama correspondiente. Bastante tiene uno con los suyo. Esa frase siempre me ha irritado. Dicho de otra manera, bajo alguna perspectiva política, la solidaridad está bajo sospecha. A los solidarios se los señala con el dedo por manipuladores y espurios. Deberíamos replantearnos estos esquemas. Juzgar menos y sentir más.

¿Es posible crear literatura relevante con personajes irrelevantes?

Toda mi carrera literaria ensalza la irrelevancia. La importancia de las cosas es una cuestión de perspectivas. Lo común es digno, no vulgaridad. Entiendo que deba haber grandes hechos y acontecimientos en una novela, pero el cuento tal vez sea el territorio de otra clase de nimiedad. Para mí casi es un alago que me digan que en ellos no ocurre nada. Hay que saber leer entre líneas y no todo el mundo lo hace.

¿A quién se traga el estado del bienestar?

A todos. La reserva de flotabilidad de la riqueza es amplia, pero no eterna. Lo estamos viendo ahora. El naufragio de lo conocido estaba más a la vuelta de la esquina de lo que suponíamos. Literalmente hemos hecho el ridículo. Sabemos vivir con vientos portantes, pero cuando se trata de ceñir y enfrentarse al mar, las deficiencias quedan al descubierto. Cuesta sacrificarse. El bienestar lleva tiempo desmoronándose. Claro que a muchos no les importa dónde caen los cascotes.

¿Expone sus cicatrices al escribir o las disimula?

Ambas cosas. Siempre he sido tímido, aunque con los años he aprendido a reírme de mis insuficiencias. La ficción es un refugio estupendo a los catorce años, cuando cambias de acera porque te sonrojas ante cualquier chica. Eran otros tiempos, claro, sin los móviles y su mundo encantado. Pero la adolescencia te forja y te acompaña siempre. Sacudírsela de encima es un desacato. No se puede olvidar lo que fuimos. Yo en general tengo sentido del humor y celebro muchas cosas, pero me hieren otras y soy absolutamente franco escribiendo: la visión del mundo que se desprende de mis cuentos es mía, no una pose. Estamos donde estamos. En lo personal y en lo público. Es lo que hay.

Quince libros después, tal vez lo sabe: ¿cuál es el secreto de un buen relato?

Busco emocionar, lo he dicho siempre. No se consigue casi nunca. Si corriges demasiado matas el alma del cuento. Creo en el azar respecto a los relatos. Ahora no escribo tantos como antes, pero sigo insistiendo en ellos como si cada cuento fuese el primero. Buscas, exploras. Empiezas a tirar un hilo sin saber si va a romperse o traerá algo atado. La fragilidad del cuento es evidente. Son pocas páginas. Pero he leído tantos cuentos hermosos en mi vida que siempre encuentro el ánimo necesario para empezar de nuevo.

En cubierta, una foto de Gonzalo Juanes tomada en Gijón. ¿Casualidad?

No, por supuesto. Fue un deseo mío, cuyo cumplimiento agradezco al editor. Gonzalo Juanes es historia de nuestra fotografía. Un creador soterrado, siempre al margen de las corrientes. Un francotirador. Congeniábamos, él en su veteranía, estando ya de vuelta de todo, y yo empezando a escribir. Compartíamos gustos literarios y cinematográficos, cierta melancolía, la querencia por los espacios vacíos, desechables para los demás. Su fotografía es indeleble. Quería estar con él en un libro, también con otro Juanes que aparece en la dedicatoria y creaba mundos desde la naturaleza. En ese sentido, el libro es un homenaje a la rama creativa de la familia.

¿La vida es una película barata?

Buena pregunta para un cinéfilo. No hay nada como la serie B. Algo contado con lo mínimo, dejando lo accesorio en la cuneta. Pero sí, puede que lo sea. La abaratamos nosotros. Aplicamos el código de las rebajas a todo, lo cual disminuye nuestro alcance como sociedad, el poso que dejamos. Todo va demasiado deprisa y los libros, este libro del que hablamos también, quedan a la deriva, entre estelas que se cruzan y no llevan a ninguna parte. Correr es la consigna y apearse, dar la espalda a las órdenes y mandatos, no está de moda.