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Opinión

Fernando Fueyo ha vuelto al bosque

La posteridad debería reconocer a uno de los mejores exponentes del arte en la naturaleza

De la Madrid y Fueyo, en un dibujo hecho por el artista fallecido el pasado martes.

Recuerdo a Fernando Fueyo en medio de una situación apurada. En Barbadillo de los Herreros, provincia de Burgos, para más señas. En plena Sierra de la Demanda. Hasta allí llegamos detrás de un viejo tren que queríamos meter en un libro. Llovía. Llevábamos varios meses saltando por las rocas, suelos y paisajes de aquella provincia, pero allí, en medio de aquel túnel angosto, no encontramos más que unas vacas solas, muy mal encaradas, en dirección contraria y vía estrecha. No había luz al final de aquel túnel y no sé muy bien cómo pudimos salir del paso, salvo que no fue un paso honroso, sino marcha atrás y a cámara lenta, mientras Fernando, palmas abajo pidiendo calma, trataba de camelar a los cornúpetos con frases de cortesía.

Él era así, un gran camelador. Un infatigable conversador. Un narrador de imposibles. Un doctor Dolittle que dominaba todos los lenguajes de la naturaleza. Un personaje que llevaba en sus bolsillos a una persona que, de cuando en vez, salía a la superficie, pero no siempre, porque él sabía que la vida se vivía como tú querías, no como quisiera ella. Claro que eso era posible para Fernando que, en lo bueno y en lo malo, tuvo una vida novelesca.

Es de novela haber nacido de una escaramuza guerrillera en el valle de Arán, vivir salvaje en el bosque llanisco que se le metió en el alma y lo envenenó para siempre, pasar por un hogar del Auxilio Social para huérfanos de posguerra, irse a Madrid, como el protagonista de una novela picaresca, para entrar al servicio de un traficante de aceitunas, o, al fin, darle calabazas al rey de los almacenes cuando, a pesar de tener un puesto confortable, vio que allí, realmente, no era primavera, que la primavera sólo estaba en el bosque. La misma fronda que, desde su niñez, no lo dejaba irse lejos y a la que volvió para, con otros locos, inventar una forma de ser ecologista.

Desde que decidió olvidarse de la cartilla de la seguridad social, los despachos y el peluquero, no tuvo más servidumbre que la de ser libre, que es así como se es artista. Pues, debajo de ese personaje, de todas sus historias, de todos sus cuentos, estaba un pintor insobornable que vivía para sus dibujos y pinturas.

De la Madrid y Fueyo, en un dibujo hecho por el artista fallecido el pasado martes.

Por debajo estaba eso y por encima la vida. Tiene más sentido lo que digo en un maestro cocinero de tortos. Poca broma con esto. Sobre el torto de maíz está todo lo demás. Y él sabía hacerlo: el torto y lo demás. La base de todo. Con ella enseñó a propios y extraños a cocinar y a creer. Conozco a dos niños, de nombres Miguel y Nicolás, que aprendieron a comer, a saber lo que se come y hacerle los honores viendo como Fernando afinaba masa y daba el punto al aceite de unos tortos que ilustraba con leyendas, recién cocinadas en el mismo fogón.

Porque Fernando, se me había olvidado decirlo, era un gran mentiroso. Y lo digo como el mayor de los elogios. Un figura. Mentía tan bien que se creía sus propias mentiras porque siempre resultaban ciertas. Eran la llave que le daba, sólo a los amigos, para que entrasen en ese mundo que no era éste. Uno que se alcanzaba siguiendo el plano del tesoro que él abocetaba con la acuarela de su florida palabra, contando diez pasos a la izquierda de una cruz trazada en medio de La Mañanga.

Ese imaginario plano forma parte de una obra inmensa. Muy real y de gran calidad. Masa madre en color. La que Fernando ha dejado aventada a los cuatro puntos cardinales. A las autoridades lo digo porque, de lo que aquí quede, habrá que hacer censo e ir al rescate, para que la posteridad conozca el arte de este druida conversador y burlón, que, por muchas razones, vivió en un tiempo que no era el suyo. El arte de la naturaleza le debe ahora el reconocimiento que otras veces le hurtó. Si hay guardianes en este Paraíso nuestro, ahora mismo deberían ponerse a trabajar.

De todas estas formas recuerdo a ese gran pintor que fue mi amigo. Lo peor es que, a partir de ahora, sólo me queda su recuerdo. Porque Fernando Fueyo ya ha vuelto al bosque.

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