Capital Mundial de la Poesía, por Carlos Fernández

Carlos Fernández

Carlos Fernández

Lógicamente mi primer poema fue "Con cien cañones por banda…", en aquella Enciclopedia "Estudio", verde, o azul, ya no recuerdo el color. Con un único libro, los rapacinos lo teníamos todo resuelto. Sabíamos donde estaba el Tajo, y quien había conquistado el Perú, aparte de restar, multiplicar y demás fechorías. Muchos años después, mis dos chavales marchaban al cole cada mañana con una mochila digna de Hillary, el del Everest, cargados como porteadores.

Alguna vez ojeé los libros que llevaban; inmasticables, puro relleno. Eso explicaba que en una escapada a Bragança, pasando por Mieres le preguntase a mi hijo, buen estudiante, qué río era el que se veía al lado de la autopista. "El Volga", respondió. Fui descubriendo que tanto él como su hermana, ambos con buenas notas siempre, no tenían idea de nada. Pero de nada.

Pero no nos desviemos. Desde la Enciclopedia verde, o azul, donde leí lo del bergantín, confieso que tardé en volver a la poesía. Bueno, con catorce años la profesora de literatura nos obligó a leer a Berceo, y otros, en un castellano cirílico. Como para matarla. Mi nivel era "Tintín en el país del oro negro". Volví a la poesía a los dieciséis años, forzado por las circunstancias, perdón, por las piernas largas y el pelo castaño y la risa efervescente de Pili.

Entre ahogo y ahogo –algo nuevo, no sabía qué me pasaba– iba falsificando para ella poemas de Bécquer. La fase Pili acabó por dos motivos: porque yo fusilaba los poemas pero no me atrevía a entregárselos, y porque apareció un miserable que no amaba la poesía pero tenía moto. Pero gracias a Pili quedé enganchado de aquella forma de contar que era más certera para el alma que la prosa.

En lugar de historias, balazos. Y la vida siguió. Mi hijo, el del Volga, salió poeta, y me explicó que poesía es todo, no solo la escrita o la recitada por un rapsoda; yo fui amarilleando por el paso de los años y la lectura gozosa de prosas y poemas, y no hace tanto me sorprendió una genialidad –otra– de Graciano García, padre de un buen puñado de proyectos encaminados todos ellos a hacer a nuestro Principado grande: "Asturias, capital mundial de la poesía", ahí es nada. Unas semanas más tarde escuché una gaita solitaria; había romería en un pueblín al otro lado del valle; aquel sonido limpio que llegaba desde la ladera verde y lejana, no era otra cosa que poesía. Poesía químicamente pura.

Tardé poco en volver a encontrarla; en el haz dorado del Faro de San Emeterio barriendo la mar mientras comenzaba la noche; en la niebla empezando a bajar en Sotres; en el restallar de la sidra dorada en el borde de un vaso; en una mujer desconocida saliendo llena de estilo, como una princesa, de un utilitario negro en La Florida; en una niña de ¿siete años? escribiendo pensativa, a lápiz, un poema mientras el Alvia cruzaba el puerto:

La mar está revuelta,

cuando parará.

Cuando anochezca

será más bonita

para ser mar.

Graciano y mi hijo, el de la mochila de Hillary, tienen razón. Claro, claro que vivimos en la Capital Mundial de la Poesía.

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