Canta y no llores

Extraña, irregular y pretenciosa, "Assassin's Creed" desaprovecha sus mejores bazas

La adaptación de videojuegos al cine ha sido, históricamente, una fuente inagotable de fiascos. Es más: los intentos más serios y mejor trabajados, como pueden ser Prince of Persia o Warcraft: el origen, no pasan de ser películas entretenidas, aunque patinaron en taquilla (a la segunda la redimió su éxito fuera de las fronteras estadounidenses) y los gamers se echaron al cuello de sus creadores.

Sólo Resident Evil, que se ha convertido en una exitosa saga con una sexta entrega confirmada, y aquel primer intento de dar densidad humana a Tomb Raider, Angelina Jolie mediante, han obtenido los resultados exigibles en taquilla, pese a que su calidad fílmica sea cuestionable. Algo así sucede con Assassin's Creed, una película extraña y caótica, que desaprovecha sus mejores bazas y cuya comprensión es muy limitada para todos aquellos que nunca hayan jugado a alguno de los videojuegos de la célebre saga de Ubisoft, que ha vendido 75 millones de copias entre todas sus entregas y plataformas.

Pongámonos en situación: el universo de Assassin's Creed se articula a través de una lucha milenaria que enfrenta a las órdenes secretas de los templarios y los asesinos. Desde nuestro presente, una empresa controlada por los templarios recluta a los descendientes de los asesinos para encontrar artefactos que les ayuden a liquidar a sus rivales a través de una máquina de realidad virtual que usa la memoria genética para recuperar los recuerdos de los antepasados del usuario.

El primer problema de la adaptación fílmica procede, directamente, de esta doble narrativa. Y es que aquello que resulta más atractivo de los videojuegos, la experiencia inmersiva del usuario una vez se conecta a la máquina, pasa en la película a ser secundario, accesorio respecto a la trama contemporánea. Así, las conexiones con el pasado se limitan a tres, sin duda los momentos de más interés del metraje por sus espectaculares recreaciones la Andalucía de 1492 y por un ritmo que entra en colisión con la arritmia de la otra trama.

Este doble registro da como resultado una película extraña, de imágenes evocadoras pero narrativa flácida, tediosa en su conjunto pese a su exhuberancia coreográfica, demasiado pretenciosa para resultar efectiva. Este último es, quizás, su mayor pecado.

Justin Kurzel, que en asociación con Michael Fassbender y Marion Cotillard había entregado un correcto Macbeth el año pasado, quiere dotar al filme de un fondo shakesperiano adoptando un tono solemne que le sienta fatal al conjunto, mitigando la vertiente más aventurera de la película y embarrando una trama que, en gran medida, apenas es comprensible para los iniciados en los videojuegos.

Pero esos ya no están en el cine: al salir, han corrido a su casa a enchufar la consola y jugar al auténtico Assassin's Creed. Esta vez habrán picado, pero o mucho mejora la saga fílmica o no parece probable que vuelvan para una segunda entrega que, a la vista del final del filme, ya está planificada.

Con un arranque recuerda una olvidada comedia de Mel Brooks (Los productores), aquí con un koala que regenta un teatro en apuros, ¡Canta! juega con habilidad pero escasa imaginación sus cartas. Su animación es poco consistente en sus fondos y formas pero tiene la suficiente destreza para aceptar su propuesta de convertir la pantalla en un gigantesco altavoz de canciones que invocan el tarareo. Como ya ocurría en otros títulos de la productora Illumination (Mascotas y los Minions), la película es ligera, divertida, muy colorista y sin duda resultona, pero sus personajes no son especialmente memorables y la historia tiene escaso empaque, perjudicada además por un exceso de personajes que dispersa demasiado la narración y la convierte en una sucesión de escenas de gracia muy desigual, arropadas, eso sí, por una avalancha de canciones que ponen los pies a bailar.

Estertores de la Segunda Guerra Mundial. Un convento cerca de Varsovia es el escenario que oculta un secreto alimentado por el horror: buena parte de las monjas están embarazadas. Fueron violadas por soldados soviéticos. Mathilde Beaulieu, una médico inexperta e idealista de la Cruz Roja, se enfrenta a una situación con muchas preguntas que no tienen fácil respuesta.

Anne Fontaine, una directora que hasta ahora había mostrado un talento inferior a sus ambiciones, rueda su mejor película tanto por la solidez del guión y el trabajo de un reparto impecable como por la inteligente puesta en escena, que evita el tremendismo y saca provecho a una fotografía espléndida.

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