Que viva la vida loca

Cuernos, cornadas y cuñadismo. Todo a granel. Sin recato ni mesura. A chorros de garrafón tóxico: cuidado con ingerirlo porque puede dejar la salud por los suelos. Gamberrismo a la francesa disfrazado de mensaje vividor. Una lata. Un horror. El club de los divorciados se salva por los pelos (o los celos, si se prefiere) en su arranque y luego emprende una carrera desmelenada hacia la vulgaridad más pazguata, echando mano de una risa plasta y zafia que ni siquiera aspira a provocar. Quizá la propuesta tuviera interés apurando un mensaje hedonista (echar un pulso a las derrotas íntimas, hacer de la vida disipada una apuesta que extirpe duelos y quebrantos) pero la fórmula empleada no puede ser más andrajosa y torpe: brochetas requemadas de chistes a cual más aceitoso, un calco de esas comedietas hollywoodienses en las que las neuronas de los protagonistas se van de vacaciones a Las Vegas, o sitios parecidos.

Este tipo de humor tiene mucho tirón en la audiencia gala. Y sus actores hacen mucha gracia allí. No es que sean malos, es que sus papeles no los salvaría ni Cary Grant. Son monigotes que sueltan sus graciosadas con más o menos entusiasmo. Cine p(r)ensado para atraer a una taquilla masculina poco exigente que sienta algo parecido a la identificación viril, ajustando cuentas de forma más o menos hostil con el sexo femenino. Sin ritmo, visualmente patosa, cuando no abiertamente hortera, y abonada a un sentido del humor propio de una despedida de soltero con síntomas de descontrol etílico, la película de Youn no hay por dónde cogerla.

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