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Crítica / Arte

Sorolla, la luz entre cristales

El pintor cuenta con el fervor popular y del mercado al tratarse de una firma segura que ha tenido una gran promoción como valor atrayente

La obra de Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia, 27 de febrero de 1863-Cercedilla, 10 de agosto de 1923) suscita reacciones encontradas. Si para Estrella de Diego se trata de "un pintor hasta cierto punto secundario, interesante, pero secundario", de ninguna manera uno de los grandes, Tomás Llorens se convirtió en su defensor acérrimo, confesando el pecado que en sus años de juventud le llevó a considerarlo un "reaccionario que halaga nuestro mal gusto colectivo". Lo que no cabe duda es que cuenta con el fervor popular y del mercado -Shotheby's vendió en 2003 la tela "La hora del baño" (1904) en 5,3 millones de euros-, al tratarse de una firma segura que ha contado con una gran promoción, programándose en numerosas instituciones como un valor atrayente para cualquier tipo de público.

Sus pinturas amables, con los niños jugando en las playas, bañados por la luz y la mar del Mediterráneo, sus retóricos trabajos dedicados a la Historia, su academicismo, su originalidad como retratista, su visión nunca conflictiva, siempre optimista, tiene mucho que ver con su éxito. La pintura de Sorolla no necesita explicaciones, entra fácilmente por los ojos y nos traslada a un paraíso lumínico. Un contrapunto feliz a la generación del 98, de la que fue coetáneo, que se vio sacudida por la pérdida de las colonias españolas y la de una sociedad sumida en una crisis económica, social y política.

Con "La vuelta de la Pesca" (1894), cosechó un gran éxito en el Salón de París de 1895, que se confirmaría en el Grand Prix de la Exposición Universal de 1900 con el lienzo "¡Triste herencia!" (1899). Su reconocimiento internacional le llegaría en 1909 con una exposición en Nueva York visitada por más de 160.000 personas, agotándose el catálogo que contó con una edición de 200.000 ejemplares. Ese mismo año, F. T. Marinetti publica el primer "Manifiesto Futurista" en primera plana del diario parisino "Le Figaro"; en 1910, Egon Shiele realiza su "Autorretrato desnudo en gris con la boca abierta" sexualmente y perversamente explícito; unos años antes, Edward Munch había pintado "El grito" (1893), una premonición sobre el terror y el desconsuelo que nos traería el siglo XX; y, en 1907, Picasso desestructura el retrato con "Las señoritas de Avignon". Si todos ellos, por citar tan sólo a algunos artistas de la época, aportaron al arte modernidad, ruptura, pensamiento, experimentación, dolor y sensibilidad, Sorolla ofreció a sus contemporáneos, a los millonarios que adquirieron su obra, la elegancia sin complicaciones, la sensualidad sin estridencias, que demandaban los nuevos ricos en sus vidas y llevaban en su ideario estético.

Tras unos años de ostracismo, el Ministerio de Educación y Ciencia le dedicó en 1963 una exposición monográfica en el Casón del Buen Retiro. Pero fue el Museo del Prado quien organizó en 2009 una gran muestra antológica, exhibiendo por primera vez más de un centenar de pinturas pertenecientes a una treintena de museos y varias colecciones privadas. Comisariada por José Luis Díez, jefe de Conservación de Pintura del Siglo XIX y Javier Barón, jefe de Departamento de Pintura del Siglo XIX, abarcaba desde sus años de formación hasta su fallecimiento en su casa taller de Madrid, aportando nuevas y enriquecedoras visiones, explorando la pintura con tintes sociales de sus inicios, pasando por la influencia velazqueña, la "modernidad atrevida" de sus paisajes, para desembocar en la libertad creativa de sus retratos y el regreso al orden artístico.

La exposición en el Niemeyer, comisariada por su bisnieta y especialista en su obra, Blanca Pons-Sorolla, reúne por primera vez los cuadros adquiridos por Pedro Masaveu Peterson (Oviedo, 1939-Madrid, 1993), el mayor coleccionista privado español del pintor, un total de 58 piezas, 46 pertenecientes a la Colección Masaveu y doce en propiedad del Museo de Bellas Artes de Asturias, como dación en pago de impuestos de sucesión al fallecimiento del empresario. El montaje, ciertamente singular y hasta discutible, trata de eludir la curvatura de la cúpula, mediante la colocación de caballetes de vidrio asentados sobre bloques de hormigón que sustentan, como si flotasen, los cuadros. Un diseño empleado en la década de los sesenta e ideado por la arquitecta italo-brasileña Lina Bo Bardi (1914-1992) para elMASP (Museo de Arte de São Paulo) que había proyectado con las salas de exposiciones como un espacio libre y rodeado de paños vidriados, un lenguaje transgresor y hasta coherente con aquel edificio, pero que resultan, en este caso, de muy difícil justificación museográfica.

La muestra viene acompañada de una serie de apuntes a color, de gran frescura, sobre cartón o tablilla que tienen como motivo paisajes de Asturias. Además, 60 fotografías completan el universo artístico de Sorolla en Avilés. Coleccionista de instantáneas, llegó a reunir una importante serie de estampas relacionadas con sus paisajes pictóricos como la playa de Malvarrosa y el Cabañal. Vinculado a muchos fotógrafos, cabe recordar que su suegro, Antonio García, fue pionero de la fotografía valenciana, consciente de la importancia de la fotografía para captar el momento, ese instante de luz que trataba de atrapar entre sus pinceles, fue objetivo, posando, trabajando y rodeado de amigos o familia, de importantes retratistas como Christian Franzen, W. A. Cooper o Gertrude Käsebier.

Sorolla, un pintor prolífico, con un dominio excepcional del dibujo y el color, que juega con la luz y el agua en su paleta como muy pocos pintores han logrado, sigue entusiasmando a un público que prefiere mirar un escenario apacible, como si todos los días fueran tiempo de vacaciones.

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