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Los que echamos de menos en las colas

La necesidad de retener el recuerdo de los que se han ido antes de que pase el tiempo

La primera llamada de atención llegó desde la ventana. No conseguía identificar a la mayoría de las personas que hacían cola en la Cruz para comprar el pan. Pensé que tal vez era un problema de vista. También miré para otro lado cuando lo mismo me ocurrió esperando en la farmacia, no había nadie a mi alrededor conocido. Tampoco reconocía a la mayoría de los vecinos que paseaban sus perros y mucho menos a sus animales.

La alarma saltó cuando se permitió salir a los niños a pasear. No conocía a los niños. Normal. Y, desesperación, tampoco a sus padres. Entonces, ¿dónde estaban los habituales de mi entorno? La respuesta era fácil e inquietante. Caí en la cuenta de que nuestra generación había llegado a la edad de jubilación y los que habían tenido mejor suerte estaban en casa confinados. Además, varias generaciones con las que día tras día habíamos convivido ya no estarán con nosotros para ayudarnos en la salida de la pavorosa crisis económica que se avecina.

Tenemos que hacer el esfuerzo de retener su recuerdo antes de que el olvido acabe con todo. El tiempo también colocará el COVID-19 en el lugar que hoy tiene la gripe española de 1918.

Con ese pensamiento me fue muy fácil recuperar unas imágenes muy nítidas de un domingo de primavera de 1963 en el que el Condal intentó asaltar la Tercera División. El campo de Pumarín, al lado del río y limitado por la carretera de Buenavista, vistió sus mejores galas. Eran tiempos de campo único, deporte casi único, de radio, sin prácticamente televisión. El fútbol era el evento social por excelencia. Así que campo lleno y máxima expectación para llevar el nombre de Noreña a la cumbre futbolística asturiana.

En un momento del partido, creo que en la segunda parte, el árbitro pita penalti a favor del Lieres. Los críos corrimos detrás de la portería que estaba cerca de la carretera. Lo hacíamos siempre, independientemente de quién fuera el ejecutante o el ejecutado. En aquel momento, nosotros éramos la víctima.

El balón en el punto de penalti. Vicente, nuestro portero, era la única salvación. El balón golpeó la red a media altura y a su izquierda, después de que él hiciera un leve gesto de doblar la rodilla hacia su derecha. Si no hubiera habido red me habría dado en la cara.

A partir de ahí se desató la tragedia. Igual que si hubiéramos sucumbido en la batalla. Desaparecieron las pancartas. Se apagaron las trompetas y se acallaron los gritos de ánimo. En silencio, con caras largas y la cabeza gacha, subimos La Portilla en busca de un refugio para la frustración colectiva.

Sin duda, ahí se fraguó mi sueño de jugar en el Condal, y sólo en el Condal, para defender sus colores, sobre todo en la Pola, y dio paso a un bonito reto colectivo en el que intervinieron muchas personas a las que ahora echamos de menos en las colas.

Para Michael Robinson, futbolero soñador, por sus reiteradas muestras de agradecimiento al país que le adoptó.

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