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La luz oscura del pasado

Karl Ove Knausgard vuelve a la adolescencia en La isla de la infancia, tercera parte de su titánica obra autobiográfica

La luz oscura del pasado

Cuando Karl Ove Knausgard empezó Mi lucha (Min Kamp), su monumental ejercicio de realismo autobiográfico, había perdido la fe en la ficción. Estaba intentando escribir una novela sobre su padre pero cada frase que procuraba embellecer o cada instante que fiaba a la imaginación colisionaba con la propia memoria. De modo que invirtió los objetivos y comenzó a hacerlo de forma veraz, recurriendo a los recuerdos y las fotos, sin molestarse en eludir los pasajes incómodos de su vida. Una vez terminada la historia del padre se puso a escribir sobre todo lo demás.

En 2009 publicó el primer volumen de una obra de más de 3.500 páginas, en seis entregas, que desde el primer momento se ha comparado con En busca del tiempo perdido. Para Noruega, ha supuesto el mayor acontecimiento literario desde Knut Hamsun. En un país de diez millones de habitantes, un noruego de cada nueve ha comprado, al menos, uno de los libros que han sido traducidos a quince idiomas y tienen en los lectores de habla inglesa un público que aguarda con impaciencia la publicación de un nuevo tomo de esta lucha particular de Knausgard contra sus demonios, de la que parece nada ha reservado para la intimidad.

Ha sido como si el escritor, al contar su vida profundizando en los detalles, desvelase al mismo tiempo las de los demás. Mi lucha -¿qué título, verdad?- es como abrir el diario de otra persona y hurgar en sus propios secretos. La identificación con el autor es comparable a la sentida por los ídolos del rock cuando eramos adolescentes. De modo que Mi lucha se convirtió en la lucha de todos por profundizar en los ángulos más oscuros e infelices.

Por causa precisamente de la infelicidad, las revelaciones del escritor noruego sacudieron los cimientos familiares. Originalmente catalogada como ficción, la serie tiene al autor como protagonista; sus parientes y otros seres queridos son los personajes secundarios, casi todos ellos identificados por sus nombres reales. Los más cercanos lo han acusado amargamente de dañar sus reputaciones de forma innecesaria. La enorme repercusión de los libros, tanto desde el punto de vista del éxito como del desencuentro, llevaron a Knausgard, mujer e hijos a mudarse a un pequeño pueblo cerca de la punta sur de Suecia y allí viven desde 2011

Knausgard es el tipo de persona que cree que ocultar la vergüenza es restarle importancia a la vida. De hecho, los momentos más imborrables de los tres primeros libros publicados en España por Anagrama implican la propia humillación del autor. En Un hombre enamorado, el segundo de los volúmenes, se describe a sí mismo borracho, rompiendo un vidrio para hacerse cortes en su rostro cuando la mujer que ama lo rechaza. Igual de vergonzosos podrían ser los recuerdos adolescentes en La isla de la infancia, el tercero, que acaba de ver la luz, cuando en una valoración infeliz de su pene lo compara con un pequeño corcho.

Más de uno se ha sorprendido interesándose por esta lectura de la vida real, aparentemente aburrida, donde, por ejemplo, la peripecia de comprar cerveza por parte de unos chicos en una víspera de Año Nuevo ocupa más de 60 páginas. Donde cualquier tarea cotidiana se representa de manera exhaustiva como si se tratara de una autopsia. En esos momentos es en los que Knausgard se ve reflejado en Proust, o viceversa. La vida está explicada en Mi lucha con todo su tedio, pasión y éxtasis, igual que ocurre en En busca del tiempo perdido. Y con la misma obsesión que el autor dedicó a contarla, a veces de manera rabiosa y compulsiva, a razón de veinte páginas diarias, según se ha dicho.

La isla de la infancia devuelve a Knausgard a los inicios y la adolescencia. Es en cierto modo un bildungsroman tradicional, sus años de escuela secundaria en la isla noruega de Tromoya: el odio a los adultos, entre los que se encuentra el padre, y la obsesión por crecer para tener un control completo sobre su propia vida. Odiaba al padre, escribe, pero estaba en sus manos, no podía hacer nada por escapar de su poder. Las posibilidades de venganza sólo anidan en la imaginación del niño como ya se percibe en, creo recordar, el primero de los libros cuando Knausgard insiste a su progenitor, provocando cierta zozobra racional en él, que ha visto una cara en las aguas mientras mira un reportaje en la televisión sobre un pesquero hundido.

Con su enfoque de la infancia en Tromoya, Knausgard capta especialmente bien el velo espectral que adquiere el pasado en el presente: cómo los hechos se vuelven exclusivamente sustanciales en la reflexión posterior aunque aparezcan como el trasfondo de toda experiencia. Un partido de fútbol entra a formar parte de otros matices sin que el lector pierda la esencia de lo que está sucediendo o sucedió. Todos los recuerdos de entonces están marcados inexorablemente por lo que más tarde sobrevino. El pasado vuelve a nosotros como la luz completamente oscurecida por culpa de una pantalla en la que la memoria se ha ocupado de hacer unos agujeros; vemos muy poco y, sin embargo, nos fijamos en ella, como si se tratara de la bóveda estrellada del cielo en una noche de verano.

Knausgard nos acompaña como si fuéramos nosotros mismos y nuestras vidas. Precisamente en esa identificación radica parte del éxito de esta obra literaria titánica que con el tiempo se leerá entera o a medias pero no dejará de interesar. Los recuerdos son emociones. A veces lo suficientemente emocionantes para evitar, al mismo tiempo, darse cuenta de lo soporífera que resulta a veces la existencia.

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