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El conspirador ultramontano

La personal aproximación de Sergio del Molino a la biografía de Tadeo Calomarde, un poderoso cubierto por el olvido

El conspirador ultramontano

Tadeo Calomarde, de buenas a primeras, es un señor que sale (poco) en los manuales de Historia. Sergio del Molino, el de La España vacía, lo ha hecho protagonista de su último libro. En él destaca con sorpresa que el mencionado político aragonés solo dé nombre a una calle en todo el país. Con lo que había sido. Se le podría llamar Rasputín, pero sería un apelativo demasiado ucrónico: cuando Calomarde era Calomarde, Rasputín no estaba ni pensado. Sin embargo, Tadeo Calomarde, primer ministro (o así) de Fernando VII, está más cerca de Talleyrand y de Fouché, los conspiradores franceses que sobrevivieron a todos los sistemas políticos que salieron tras la Revolución de 1789. Y se quedaron tan pichis.

Sergio del Molino coge a su compatriota -era de Villel, un pueblo de Teruel cercano al rincón de Ademuz-, coge lo que dejó escrito Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales, y con todo este recogimiento hace un aquel de biografía que no termina de serlo del todo. Y es una lástima, que el personaje sin calle no es que merezca una, pero sí un pelín de memoria viva. El dramaturgo francés Jean-Claude Brisville fue célebre cuando puso a cenar a Talleyrand y a Fouché en la noche anterior a un nuevo cambio de sistema, cuando Chateubriand les vio a ambos achacosos escribió en sus Memorias de ultratumba aquello de que el vicio entraba del brazo del crimen. Y moló. Claro que moló.

Lo Del Molino, sin embargo, es otro rollo.

Galdós pintó a Calomarde como un paleto, un idiota sin precio, un sanguinario. Del Molino no es que se dedique en este opúsculo a reivindicar al malvado, opta por describir lo evidente. "Para ser un idiota sin luces, le había ido muy bien. La mayoría de los que se creían más listos que él murieron o cayeron en desgracia ante sus ojos. Nunca se desconfía demasiado de los lerdos", escribe Del Molino en este ejercicio de reconstrucción del pasado más turbio y español. Me da la sensación de que falta en el libro un por qué ponerse con este tipo ahora, con el político de las "manos blancas no ofenden", con el responsable de la ejecución de Mariana Pineda, la heroína lorquiana y también de los fusilamientos de las playas de Málaga, el cuadro aquel gigante del Museo del Prado que reivindica al general Torrijos en los últimos minutos de su vida. En el epílogo Del Molino menciona las críticas de Jorge Semprún a Alfonso Guerra. El intelectual excomunista criticaba con palabras pijas que Guerra hubiera salido de un pueblo de la provincia de Sevilla y eso no le gusta a Del Molino. Para el autor de este opúsculo, las críticas de Semprún a Guerra "son más que justificadas", pero, vaya, un poco "clasistas". Y por eso esto tampoco le gusta. Del Molino reconoce de Calomarde el hecho de haber salido de un pueblo perdido para colocarse en lo más alto de la pirámide del poder decimonónico. Pareciera que la maldad, si viene de la aldea, fuera una maldad más asequible. O sea, que sí, que Calomarde fue un tirano, pero nunca dejó de lado "los montes de su niñez". Y eso sí que le parece bien a Del Molino. A él.

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