El día que conocí a Rafael Fernández, luego tan conciliador Presidente de Asturias, nos llevó a Eloina y a mí a un restaurante céntrico de la ciudad de México en el que ordenaba contabilidades. Después, ya en su casa, tras un largo recorrido urbano, nos sorprendió pasando a vestir pijama, piyama decía, sin abandonar su pipa, varias veces re-encendida, mientras despachaba copiosa documentación y nos atendía con delicada amabilidad. Sería abril de 1973. En la primera edición de sus impactantes memorias, Katherine Graham, tan genialmente actualizada por la Merryl Streep del penúltimo Spielberg, cuenta cómo conversó en la Casa Blanca con Lyndon B. Johnson, que pasó, a media abracadabrante entrevista, a lucir pijama.

Ahora leo en un cotidiano catalán que una empresa sostiene que los empleados en pijama son más eficaces.

Es titular llamativo que se refiere al trabajo digital doméstico pero trae a mi magín, metáforas aparte, la imagen en esa guisa del gran Rafael.

Las cifras provisionales que da el ensayo de CTRIP, la mayor agencia china de viajes, son harto significativas: "Envió unos meses a decenas de empleados a teletrabajar desde casa durante al menos cuatro días de los cinco laborales por semana. "La productividad de esos "trabajadores en pijama" aumentó 20%, el absentismo se redujo y los trabajadores manifestaron estar mucho más contentos con las condiciones laborales, ya que, dadas las largas distancias a recorrer en Pekín (a veces de dos horas) se ahorraban estrés, dinero y tiempo en el transporte".

En aquellos años, ni Rafael ni nadie podía soñar con el teletrabajo, propio o ajeno, pero ya usaba premonitorio pijama para aprovechar la tarde en una ciudad inmensa.