Zapatos de Zimmerman

Bob Dylan, siempre más astuto que su leyenda, fue la segunda mitad del siglo XX en casi todos los sentidos

En las calles de Duluth los ancianos miraban con piedad inmemorial al niño de los Zimmerman. Por las calles había rumor de linchamiento, de anonimato, de morir pacíficamente tras setenta años desgastando un par de suelas por la avenida central del pueblo. Nadie esperaba gran cosa de los muchachos después de su Bar Mitzvah: quizá que montaran una ferretería, que sobrevivieran a una guerra, que parieran cuatro hijos. Que llevaran, quizá, los zapatos relucientes a los oficios.

El primer gesto clave -año 1959- de Zimmerman fue darse el piro y empezar a correr en dirección contraria. Primero siguiendo los rastros de Woody Guthrie, después mercadeando hambre y acordes en la escena gélida de Nueva York, después robando algunas canciones a sus mayores y sacando algunos discos, muy buenos, de héroe folk en la Columbia. Zimmerman se cambió el apellido -Dylan- y el rostro, y aprendió también a cambiarse la voz, a cambiarse el pelo, a complejizar o a simplificar sus canciones, según le latían los pulsos. Los relojes y las guitarras se habían electrificado e impusieron los siguientes gestos: parapetarse tras las gafas de sol, encender un pitillo, subir el amplificador.

Fue "Highway 61 revisited", que se abría con el golpe seco de una batería y el aullido espeluznante de un órgano Hammond en los primeros segundos de "Like a Rolling Stone". Aquello era el sonido de un ataúd al cerrarse, o quizá del capó de un coche saliendo a toda velocidad de la avenida principal de Duluth. Un elepé que comenzaba como una bomba atómica en el centro del rock y acababa con Desolation Row, un titánico poema de casi doce minutos para voz quebrada, dos guitarras y armónica.

Muchos nos hemos permitido el lujo de no salir indemnes de aquello.

Dylan fue la segunda mitad del siglo XX en casi todos los sentidos -y por eso, paradójicamente, sus versiones de Sinatra suenan extraordinarias. Supo retirarse de las barricadas a las iglesias, de lo eléctrico a lo íntimo, de la confesión vulgar de tocador a la celebración escalofriante ante el nacimiento de un hijo. Todos quisimos copiar un poco a Dylan en la tardoadolescencia, pero Zimmerman corría siempre más que nosotros y se anticipaba a cualquier crítica. Los discos que fueron tachados de dislates -"Self Portrait", "Street legal"- resisten décadas después absolutamente impecables: éramos nosotros los que no supimos quién apretaba el gatillo ni por qué estábamos sangrando. Zimmerman habló de boxeadores, de Charles Chaplin, masticó sus propias canciones hasta hacerlas irreconocibles, defraudó a propios y extraños y regresó siempre de entre los muertos con otro concierto. Había tenido redaños para cantar a la sombra de Dios o para envolver su cuerpo en una mortaja con forma de motocicleta en llamas. Siempre más astuto que su leyenda, a veces le he visto mirar tras de sí al bajar del escenario. Aunque no lo confiese, intuyo que hay algo que no ha conseguido: limpiar el polvo de las calles de Duluth de sus zapatos.

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