El primer paso fue pensar bautizar su casa con un nombre potente y atractivo para el público carnívoro que peregrina hasta la ladera, como "La vache qui rit", aunque lo meditó y llegó a la conclusión de que los nativos se iban a liar, por lo que fue a lo más obvio, "La vaca que ríe". El siguiente fue empezar a difundir por los bares de los concejos de la zona que iba a traer en exclusiva para su restaurante carne de las vacas más selectas de su país para que aquí supieran lo que era bueno. Los demás pasos fueron tan secundarios como rutinarios hasta que el local abrió sus puertas y llenó a diario desde entonces. Y en efecto los comensales descubrieron lo maravillosa que era la carne de las vacas suizas tras pasar por las manos de Ho Zhu, su experto parrillero de leña.
Monsieur Maillard, como pequeño filósofo de domingo que es y admirador del gran Amiel, sigue asombrado del increíble poder de la palabra, al mismo tiempo que de lo débiles y fáciles que son en el fondo nuestras mentes.