Meter a una persona corriente en situaciones extraordinarias que solo unos pocos llegan a conocer es un punto de partida muy frecuentado por el cine de espías más realista. James Bond (qué penosa despedida le han brindado a Daniel Craig, dicho sea de paso) no pinta nada aquí. En El espía inglés no hay villanos de opereta ni coches con mil artilugios de ataque ni, mucho menos, romances explosivos y violencia espectacular. Aquí, los malvados podrían ser los vecinos de arriba (en la URSS cualquiera puede ser un ojo del Estado), se mata fríamente a los “traidores” tras torturarlos sin sofisticaciones y la línea que divide a los buenos de los malos es tan delgada a veces que se borran las diferencias morales e ideológicas. Más que una colisión de patriotismos y traiciones, El espía inglés propone un encuentro inesperado entre dos personajes en distinto estado de excepción. Por un lado, el hombre del traje gris con problemas de todo tipo, de familia convencional y objetivos de ambición decreciente al que ofrecen una proposición en principio sencilla y nada peligrosa. Y, por otro, el antiguo héroe idealista de gusto refinado que cambia de bando decepcionado y con el desencanto derrumbando todo su andamiaje mental. La historia está basada en hechos reales: durante la Guerra Fría el ingeniero Greville Wynne, un extraordinario Benedict Cumberbatch, se infiltra como espía en el servicio de inteligencia británico y terminará trabajando para la CIA en plena crisis de los misiles cubanos. No profundiza la película en la evolución del personaje, que pasa de un estado confuso y casi apático a otro de lealtad y valentía con demasiada celeridad y simpleza, pero sí acierta en mostrar los pliegues de una extraña amistad entre dos hombres condenados a compartir sombras, dudas y grilletes.