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Banderas de nuestros padres

Dylan Penn.

De la devoción a la decepción, y de ahí a la desesperación sin remedio. El día de la bandera propone un regreso a los orígenes de la relación entre un padre y una hija que es, a la postre, un viaje a un presente convulso y un futuro devastador. Sean Penn fía toda la veracidad de su relato a la capacidad de su hija Dylan para transmitir (con distintas pelucas) todo el vendaval de emociones que trae consigo una existencia tan ajetreada por los desmanes paternos al margen de la ley. Y la inexperta actriz responde con una interpretación tan voluntariosa como, a veces, insuficiente. Adjetivos que le vienen como anillo al dedo a la propia realización de Penn, un cineasta que apuntaba a cotas muy altas en sus comienzos (Extraño vínculo de sangre, Cruzando la oscuridad, El juramento). Con Hacia rutas salvajes ya perdía un poco el norte, pero no hacía presagiar el disparate, casi una década después, de Diré tu nombre. Quizá sea relevante recordar su paso por los planos de Malick en El árbol de la vida, porque algunas de las muletillas estéticas a las que recurre en El día de la bandera son, más que un homenaje o una influencia, una involuntaria parodia del lirismo vacuo y pastoril que tanto afea las últimas obras del autor de Malas tierras. Si a eso unimos la propia interpretación artificial de Penn como el padre de la protagonista (es uno de esos actores que puede estar genial u odioso, a veces incluso en el mismo título) y la endeblez de un guión que por momentos parece propio de un producto hecho en cadena de montaje (tipo Netflix), nos queda una película irrelevante pese a su valentía, un error digno que se salva de la quema total por la existencia de algunas escenas que sí rezuman autenticidad y desgarro conmovedor, especialmente en ese final sin concesiones que todo lo aplasta.

 

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