La festividad de San Blas huele a mantequilla, azúcar y anís. Son los tres ingredientes de una fórmula antiquísima que vuelve cada año en forma de rosquillas. Las religiosas del monasterio de San Pelayo las venden a las puertas del convento coincidiendo con la celebración de la festividad. "La tradición se recuperó hace una década porque mucha gente recuerda que venía hace muchos años", asegura la voluntaria Amparo Fernández Miranda. Cada año se sacan a la venta casi 400 paquetes que se agotan a las pocas horas. Si alguien se ha quedado sin probar este dulce manjar puede seguir comprándolo durante el mes de febrero en el obrador de las Pelayas.