El escritor valenciano Manuel Vicent desarrolla su última novela, «El azar de la mujer rubia», en dos tiempos: real el uno, la Transición democrática en España, e imaginario el otro: «el bosque lácteo» de la memoria desmemoriada del ex presidente Adolfo Suárez. ¿Cuánto de verdad histórica hay en sus páginas? ¿Cuánto de fantasía novelesca? El mismo autor responde en una nota final: «En esta historia he creado un juego literario entre la realidad y la ficción cuyas reglas, no me cabe duda, serán comprendidas y aceptadas por cualquier lector agudo». De manera que cada cual es muy libre de tomar al pie de la letra este episodio o aquel dato? o bien creerlo materia ficticia o casi ficticia. La novela de Vicent es un desfilar de personas y situaciones por ese «bosque lácteo» en que se ha convertido el cerebro de Suárez. Alucinaciones, recuerdos (¿recuerdos?), imaginaciones, deseos? Todo el camino que va desde que aquel joven de Cebreros comienza a abrirse paso en la jungla política hasta los jóvenes de ahora mismo es el trayecto que recorre Vicent. Esos jóvenes: «Conocieron el amor ya en los tiempos del sida y aunque en el colegio les explicaron cómo se usa el preservativo, a la mayoría no les da tiempo a ponérselo. Su horizonte es el genoma humano, que comparten con la marca Nike, y si sus padres se estremecieron con Maradona y Cruyff, ellos adoran a Nadal, Fernando Alonso y Pau Gasol. No les interesa la política, no les suena el nombre de Adolfo Suárez, tal vez vagamente el de un tal Felipe González, no leen periódicos, tienen una idea muy fragmentaria de la cultura, pero cuando un tema les apasiona -deporte, cine, informática o música- lo conocen hasta el fondo, abastecidos por una información exhaustiva». ¿Quiénes fueron las personas que jalonaron ese camino desde aquella Transición hasta ahora mismo y, sobre todo, esa «mujer rubia», esa Carmen Díez de Rivera del título? Así veo, quizá lector nada agudo, cómo los ve Vicent.

Adolfo Suárez. Su mente es la protagonista de la novela. Leemos su lucha denodada y ciega por llegar al poder, su capacidad de camaleón, su instinto para adivinar por dónde soplará mañana el aire, su salto del provincianismo cerrado de Ávila y Soria a las moquetas de Presidencia. Manipulador y también manipulado: sobre todo por la «mujer rubia» o por las órdenes de arriba (de muy arriba, de arriba del todo) que ella le obliga dulcemente a obedecer.

Carmen Díez de Rivera. La «mujer rubia». Herida por un cáncer. Hija biológica de Serrano Suñer. Destrozada al saber que su futuro esposo era en realidad su hermanastro. Muñidora de la Transición. Le dictan desde lo alto los pasos que debe dar Suárez. Hermosa, inaprensible, fuerte. Todo son insinuaciones en la novela sobre sus amantes altísimos, sobre si con Suárez sí o no.

Don Juan de Borbón. En un bar de carretera pacense, cerca de la frontera portuguesa, junto a Pedro Sainz Rodríguez (amigo de Franco en Oviedo, como se dice), rodeados ambos y no reconocidos por parroquianos que comen calamares y reclaman tapas de chorizo, ven por la televisión el juramento de don Juan Carlos como rey, en 1969.

Felipe González y Alfonso Guerra. Llegan al poder con la pana a cuestas, asombrados de que los guardias civiles se cuadren a su paso. No terminan de creerse que esté ocurriendo aquello.

Francisco Franco. Vicent lo hace entrar por su propio pie (es decir, así lo imagina o lo ve o lo recuerda Suárez) en su tumba del Valle de los Caídos, el gigantesco mausoleo que hizo construir, casi un protagonista del relato.

Jesús Gil. Para iniciar su carrera hacia el dinero y el poder, se arroja a las ruedas del coche en que un general opusdeísta del Ejército circula despacio con su amante. Su pacto de silencio para evitar la publicidad negativísima que el caso traería al militar le abre las puertas.

José María Aznar. Está presente en dos fases: primero, como falangista joven, opositor, de novio por Logroño. Luego, en su apoteosis (y la de su urdidora esposa) social: la boda escurialense de su hija, capítulo en el que Vicent se muestra más valleinclanesco al describir la corte de los milagros que allí acudió.

Juan Carlos de Borbón, rey. ¿Era quien ordenaba desde arriba u otros le ordenaban? Amiguete de Suárez en jóvenes escapadas risueñas. Vicent, siempre que lo nombra, lo rodea de nieblas, de insinuaciones, de decir sin decir.

Lola Flores. Mujer racial española. Su comitiva fúnebre fue un espejo de España.

Mariano Rajoy. Aparece poco. Epígono de una situación. Siempre dominado por los acontecimientos, sin mando ni dotes.

Marquesa de Llanzol. Madre de Carmen Díez de Rivera, amante de Serrano Suñer. Mujer de rompe y rasga. Ofrece dinero a su hija para perderla de vista.

Ortega y Gasset, Xavier Zubiri. Filósofos en tiempos de nulas filosofías. Pensadores decorativos. Impagable la anécdota del primero cuando quiere seducir a la millonaria Ocampo en Argentina.

Pasionaria. Mujer racial española. Su comitiva fúnebre fue otro espejo de España.

Ramón Serrano Suñer. El padre biológico de la «mujer rubia». Castrense. El fascista nazi (sic) mejor uniformado y mejor repeinado. Frío. Su conversación con la «mujer rubia», su hija, espeluzna por su gelidez.

Sabino Fernández Campo. Aparece poco y con su segundo apellido transformado en un erróneo «Campos».

Santiago Carrillo. Comunista domado. Se cree muy ladino, pero es un político al que se domesticó fácilmente para desactivar su partido, el Partido.

Tierno Galván. El alcalde, el que nunca fue presidente de la III República. El socialista en busca del trozo de pastel. Sí, los travestidos lloraban en las aceras al paso de su féretro, con el rímel corrido.