Se sabe poco de los diversos estados de la nieve (física y química no dan para tanto). La que ese día cubría la montaña se condensaba en grumos, y parecía haber detenido el tiempo en ella. Este fenómeno, fuera de leyes, tal vez explicara que el proverbial silencio de la caída de los copos permaneciera intacto, al menos en la capa de aire por la que yo hacía el camino. Algo más arriba, en la ladera, moñetes de juncos mantenían la curvatura que el viento había esculpido en ellos la noche antes. De pronto, unos 100 metros por delante, veo la silueta de un corzo, quieto, con la cabeza girada hacia mí. Me detengo, y lo imito. Así permanecimos los dos un tiempo, tal vez 30 segundos, antes de que el corzo soltara su ladrido y saliera corriendo monte arriba, rompiendo la escena y evitando que se hiciera eterna. Ese día, hacia esa hora, moría un amigo. Hace meses habíamos recorrido el camino.