A veces no es preciso irse muy lejos para disfrutar de las fronteras exteriores y basta descender de noche hasta la playa urbana, paseando su arena en la bajamar viva de octubre. A un centenar de metros del malecón se puede seguir la línea fronteriza imaginaria, una tierra de nadie marcada por la semipenumbra y por el equilibrio entre los sonidos que vienen del paseo y el rumor ronco que llega del oleaje. Dando unos pasos más estaremos ya en los dominios del mar, la franja de arena en la que se muestra más íntimo en la escritura-escultura, labrando bajorrelieves en los que da cuenta de sus cavilaciones. El ejercicio, ahí, no consiste en intentar leerlos, ni siquiera en gozarlos como caligramas, sino en apreciar la huella del genio marino, la marca de agua de su agitación interior, y luego, alzando los ojos, tratar de dar con la Luna, de la que recibe inspiración, e imaginar el diálogo.