Es lugar común entre los analistas electorales diferenciar las elecciones según la importancia que les conceden los electores. Las elecciones generales son las más importantes porque en ellas los votantes deciden sobre el gobierno de la nación, responsable de aplicar las políticas que mayor incidencia tienen en sus vidas. Las restantes son conocidas como elecciones de «segundo orden» y se caracterizan, entre otras cosas, por registrar una abstención más elevada. Las elecciones autonómicas pertenecen a esta categoría. En efecto, en Asturias, una de las comunidades más abstencionistas, la participación en las elecciones autonómicas ha sido siempre inferior a la registrada en las generales celebradas inmediatamente antes o después. Existe un porcentaje de asturianos que vota si se trata de participar en una decisión sobre la política nacional, pero se abstiene cuando lo que está en juego es un asunto de política local o regional.

Aun siendo así, la participación en las elecciones autonómicas en Asturias ha sufrido fuertes oscilaciones. Las de 1995 y 2011 fueron las más concurridas. Las primeras anunciaron el comienzo de un período de mayorías del PP, que pudo formar por vez primera gobierno en nuestra región. Las segundas también sirvieron para avisar de un cambio de ciclo electoral, pero, además, contaron con el aliciente de varios partidos nuevos, entre ellos Foro, y un resultado muy incierto hasta la noche del escrutinio, que fue toda una sorpresa.

Cabe preguntarse cómo considerarán los asturianos las elecciones del domingo y, en consecuencia, cuál será el nivel de participación. Son autonómicas, pero éstas, junto con las primeras de 1983, serán las más determinantes de las celebradas hasta ahora. Decir que de la decisión que adopten los asturianos el domingo depende en parte el futuro inmediato de la sociedad asturiana en esta ocasión no es vana retórica. La primera necesidad de Asturias en la coyuntura económica crítica que estamos atravesando, después de un año de absoluta inoperancia política, que no deberíamos consentir que se prolongue, es un gobierno estable. Y los votos pueden propiciarlo o desatar una situación de mayor inseguridad.

A pesar de ello, y de lo incierto del resultado, las encuestas pronostican un aumento notable de la abstención respecto a las celebradas el año pasado. Los asturianos son libres para inhibirse, y hasta es comprensible que lo hagan porque tienen motivos sobrados para sentirse muy molestos, pero conviene que sepan que su comportamiento, voten o se abstengan, influirá, claro que de distinta manera, en la distribución de los escaños, en la orientación política y la fortaleza del gobierno entrante, y en la actitud con que vayamos a afrontar los sacrificios y las dificultades que nos esperan a la vuelta de las urnas. Porque, si el dato de abstención del domingo retrata a unos ciudadanos con los brazos caídos, reacios a implicarse en la resolución de un problema político de gran envergadura, surgido hace ya un año y que corre peligro de enquistarse, ¿qué deberíamos pensar de la disposición de la sociedad asturiana para encarar su futuro?, ¿qué confianza podría inspirarnos? Y es nuestro futuro, el nuestro.