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IGNACIO FERRANDO | Escritor trubieco

"Internet democratiza muchas cosas, incluida la idiotez"

"No tenemos cultura del fracaso, nos asusta asumirlo y reconocerlo; no hay más que ver esos programas de televisión que exaltan lo contrario"

Ignacio Ferrando.

El escritor asturiano Ignacio Ferrando está removiendo las aguas literarias con su novela "La quietud" (Tusquets), en la que aborda con maestría los conflictos de la paternidad, y que confirma a su autor, tras una premiada trayectoria en el relato, como un narrador de primera categoría. Es jefe de estudios en la Escuela de Escritores de Madrid.

-¿Qué hay en su memoria de Trubia, donde nació en 1972?

-He vuelto a la Fábrica de Armas más de una vez y siempre de incógnito. Me fui siendo un niño de 4 años, pero tengo ciertas reminiscencias: un paseo, una especie de vergel que iba desde la estación de trenes a la fábrica. Cuando he estado allí, la calle Suárez Inclán -sólo podía ser ésa- tenía poco que ver con esos recuerdos. Ahora hay bloques de viviendas, comercios y uno de esos paseos con árboles y papeleras con bolsitas para los excrementos de los perros. Supongo que tengo una asignatura pendiente con ese lugar, así que no descarto un proyecto al que le llevo tiempo dando vueltas y que tiene que ver con el origen de lo que uno es y que estará ambientado allí.

-Su padre era militar. ¿La disciplina es un arma para un escritor?

-Sin duda. Antes que nada, debo aclarar que nunca he visto a mi padre como un militar en el sentido estricto, estereotipado, alguien inflexible que impone su voluntad sin negociar. Todo lo contrario. Mi padre no se parece en nada al que aparece en "La quietud". Pero es verdad que siempre nos transmitió ese tipo de valores sobre el trabajo y la constancia. Y creo que, en parte, soy el escritor que soy gracias a él. No se puede escribir una novela sin disciplina. En realidad, no se puede hacer ningún trabajo bien sin ella. Nadie se extraña al afirmar que su jornada laboral en la oficina es, pongamos, de nueve de la mañana a siete de la tarde, pero da la impresión de que eres un loco si dices que trabajas tres horas al día en la escritura, pase lo que pase. Es como si esa disciplina mermara la genialidad que se le presupone al acto creativo. Pero lo cierto es que si te relacionas con la escritura como si fuera un pasatiempo, necesariamente siempre será eso para ti.

-¿Cambia de herramientas según escriba en corto o en largo?

-Trabajar en novela o en relato tiene similitudes, pero sobre todo diferencias. Eso explica por qué algunos excelentes cuentistas jamás escribirán una buena novela y por qué ciertos novelistas jamás han escrito un buen relato. Y no creo que sea en absoluto un demérito. Cuando trabajo en novela, me cuesta meses empezar a escribir relato. Y viceversa. Esta incapacidad tiene mucho que ver con el uso del tiempo narrativo y la profundización en la psicología de los protagonistas. Mi actitud frente a la escritura también es diferente. Para mí, el relato siempre tendrá un porcentaje de experimentación. Publicar un libro de relatos idéntico al anterior, o en el que no se asuman riesgos, no tiene demasiado sentido. Sin embargo, la novela demanda una mayor continuidad, un trabajo diario y una buena planificación.

-¿Para qué sirve un taller de escritura?

-Para lo mismo que la Facultad de Bellas Artes. Nadie discute que para pintar un cuadro o esculpir una estatua hace falta una cierta técnica. O que al menos que tenerla ayuda. Pero debido a lo sencillo que resulta coger un bolígrafo y ponerse a garabatear en una cuartilla, o escribir en un ordenador, muchas personas piensan que detrás de la escritura sólo hay apasionamiento. Y eso no es malo. Pero sí lo es confundir apasionamiento con la genialidad. Autores como Raymond Carver, Junot Díaz, Cheever, Jostein Gaarder o Samanta Schweblin, por poner algunos ejemplos que me vienen a la cabeza, han sido alumnos de talleres de escritura y, casi todos, los han impartido. En España, sin embargo, seguimos como en los tiempos de Isabel la Católica. Y eso es lo lamentable y fomenta que cualquier oportunista sin la más mínima idea de lo que dice o hace, monte su taller de escritura. Hace dos años daba clases en un máster de posgrado en Arquitectura Técnica y nadie me exigía hacer "buenos arquitectos técnicos", sólo mostrarles las herramientas. Pues eso hacemos. Te sorprendería la cantidad de personas que pretenden escribir sin haber leído, por ejemplo, a Shakespeare; o sin saber quién es Kafka, personas para los que el acto de leer tiene que ver principalmente con la decodificación de signos.

- ¿Por sus clases han pasado talentos desperdiciados?

-Tengo la sensación de que sí, aunque al haber sido desperdiciados, nunca llegué a saber si era una sensación o de verdad tenían talento. Tal y como yo lo veo, el talento también tiene que ver con el trabajo y la capacidad para trasmitirlo. He tenido alumnos, sobre todo jóvenes, que veían la realidad de un modo muy diferente, con matices que sólo veían ellos, alumnos con voces propias y un imaginario rico y muy personal. A muchos les he visto fructificar y crecer y escribir libros maravillosos, y otros han quedado en grado de tentativa, es decir, en "talento cero".

-¿Se reconoce en los elogios que reciben sus libros? ¿Reconoce las objeciones si llegan?

-Tanto los elogios como las objeciones las tengo en cuenta cuando provienen de personas que respeto, bien por su nivel intelectual o humano. Si no es así -por más que puedan escocer- suelo hacerles el caso justo. Internet ha democratizado muchas cosas, incluida la idiotez, y es mejor que sea así.

-¿El universo de la paternidad le produce quietud o inquietud?

-Si preguntas a cualquier padre te dirá que las dos cosas. De algún modo, tener un hijo hace que cesen algunas de las grandes preguntas. ¿Qué hago aquí?, ¿qué soy?, ese tipo de cuestiones megalómanas que nunca dejan de rondarnos. De repente, un hijo hace que todas ellas se focalicen y él se convierta en la coartada perfecta. Es como si le pasaras el testigo. Pero entonces lo que empieza a preocuparte no es ya la falta de respuestas, sino el momento en que él se las empiece a plantear y, sobre todo, si tendrá las herramientas necesarias para enfrentarse a ellas.

-¿Al escribir indaga en sí mismo?

-Siempre aprendo algo de mis libros. Al principio pensaba que mi oficio era similar al de un tramoyista que podía hacer bailar a sus marionetas a una distancia suficiente como para no mojarse. Pero ahora sé que estoy en todo lo que escribo, y, por tanto, ya no me molesto en disimular. Los escritores somos de las pocas personas que vivimos conscientes de lo que podríamos llegar a hacer. Estamos acostumbrados a trabajar con el "¿y si??". Pocas veces he afirmado "yo no haría esto", porque sé que lo haría. Sólo habría que variar sutilmente el contexto para que lo hiciera. No porque lo diga yo, sino porque esta obviedad explica la historia de la humanidad y fenómenos como el nazismo, el integrismo o, en estos momentos, la era Trump.

-¿Le gusta plantear desafíos al lector o hacerle la vida cómoda?

-Me gusta pensar que mantengo un equilibrio entre esos dos extremos, pero a veces lo consigo y otras no. Reconozco que tengo una cierta tendencia hacia lo críptico y la solemnidad. Pero siempre he pensado que la literatura tiene sus propios códigos y que renunciar a ellos es un error. Si contara mis historias de un modo más "cómodo" me estaría traicionando y muchos lectores pensarían que, antes que leer mi libro, es mejor "ver la película" de mi libro.

-¿La novela tiene más limitaciones que el relato?

-Tiene limitaciones, pero también elementos a su favor. La novela permite una introspección psicológica mucho mayor. Es como si la novela fuera enriqueciéndose capítulo a capítulo. Va engrosando y, cuando miras hacia atrás te das cuenta de que has creado un mundo. En el relato esta introspección, por motivos evidentes, es menor. Cuando recordamos las novelas que más nos han gustado, generalmente, nos acordamos de personajes, no de tramas. Y sin embargo, en el relato, ocurre lo contrario, los personajes están desdibujados y recordamos más la historia.

-¿Son compatibles la complejidad y la amenidad?

-Por supuesto. Esta dicotomía le interesa a una parte del mercado, no a los escritores. Da la impresión de que un libro complejo excluye el hecho de que sea ameno, cuando son innúmeros los ejemplos que lo desdicen: "La puerta", de Magda Szabo; "El periodista deportivo", de Richard Ford o "Los girasoles ciegos", de Alberto Méndez. Todos son libros estupendos que admiten esa otra lectura más compleja.

-¿Sigue pensando, como en 2006, que el fracaso tiene muchos matices?

-Creo simplemente que no tenemos cultura del fracaso, que nos asusta asumirlo y reconocerlo ante los demás. No hay más que ver la televisión y todos esos programas que exaltan lo contrario. Pero si te dedicas a escribir el fracaso es lo más importante. Becket comparaba el escribir con el "fracasar mejor", porque lo cierto es que se aprende mil veces más de un pequeño error que de veinte grandes éxitos. Pero es como una cadena de montaje que siempre puede truncarse. He escrito novelas que nunca verán la luz, casi todas por decisión propia, pero su escritura me enseñó lo que no tenía que hacer para publicar una novela como "La quietud". Honestamente, creo que deberíamos celebrar más los fracasos, tal y como hace uno de los personajes de la novela, que los éxitos. Aunque fuera para ayudar a paliar el sabor agridulce que producen.

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