Con ocasión de la visita de Benedicto XVI a Compostela y Barcelona, los grupos defensores del laicismo se han echado a la calle con sus reivindicaciones, personalizadas en el Papa bávaro, bajo el lema de que ellos no le esperan.

Defienden para España la laicidad y que ni un duro de las arcas públicas vaya a parar a la Iglesia Católica o a sus manifestaciones religiosas. Sostienen su demanda en que España es un Estado aconfesional. Es cierta esa definición del Estado, en la medida que significa que ninguna religión tiene carácter oficial, contrariamente a lo que acontece en Suecia, Noruega, Dinamarca, Inglaterra o Grecia. Lo que acontece es que se olvidan de que, acto seguido, el mismo artículo 16 de la Constitución dispone que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las correspondientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y demás confesiones».

Se podría estar de acuerdo con las pretensiones de los grupos laicistas, pero el problema surge con ese mandato constitucional. Para que el Estado se desentienda totalmente de la Iglesia Católica y demás confesiones religiosas es necesario modificar el artículo de la Constitución que se ha transcrito. En tanto no sea así, los poderes públicos tienen la obligación de cooperar con las organizaciones religiosas y, especialmente, con la Iglesia Católica.

Posiblemente lo ideal fuera que las diferentes confesiones religiosas se sostuvieran con las aportaciones de sus fieles. Pero también y por las mismas, debería ser así con los partidos políticos, los sindicatos, las organizaciones patronales y, sobre todo, con las sedicentes organizaciones no gubernamentales, que para eso se llaman de esa manera. ¿Por qué diablos tiene que ir un cacho de mis impuestos a sociedades a las que no pertenezco y que, en muchos casos, me importan un bledo?

Sería ideal esa situación, pero se muestra totalmente utópica. No vamos a meter el dedo en la llaga para averiguar si todos, muchos o algunos de esos grupos defensores del laicismo a ultranza maman también de las ubres del erario público. Sólo una rápida ojeada por el mundo nos hará comprender qué lejos de ese laicismo a rajatabla se encuentran en la práctica la totalidad de los países, incluidos los más militantes.

Fijémonos, por ejemplo, en Alemania donde, en virtud del «Reichskonkordat», nada menos que el 8 por 100 de los impuestos van a la Iglesia Católica y otro tanto a la luterana. Más significativo puede ser Estados Unidos, porque nació de herejes huidos y, en cambio, los contribuyentes pueden deducir de sus impuestos lo que cada uno pague a alguna de las miles de confesiones existentes. Pero la esencia del laicismo es Francia y, curiosamente, allí las catedrales y las iglesias son propiedad del Estado, que las mantiene, pero las presta gratuitamente a la Iglesia para el culto. Hasta el más laico viste santos.