Las fuerzas muertas del FAC no tuvieron el valor/coraje de aparecer por el el bellísimo coliseo avilesino, que el jueves brillaba más que siempre porque sabía que asistiría a uno de esos eventos que jamás se pierden en la memoria. A ellos les da lo mismo: no les gusta el teatro, no van nunca, pasan del arte en general para mezclarlo con el pasado, con la política, con intereses muy personales. Y peculiares. Sé que voy a ser demagogo. Y que estoy haciendo demagogia. Pero a veces, aunque sólo sea una, te descarga la conciencia.

Asombra, para empezar, la vigencia del bardo inglés. Desde ese principio de será el invierno -aquí lo cambiaria por el otoño- de nuestro descontento hasta el tal vez más famoso y patético final de cualquier tragedia: «Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo», todo el Ricardo III respira a hoy. «Un Niemeyer, mi presidencia por un Niemeyer».

Los «autoritarios faceros» se perdieron una memorable representación que en sí misma es una de las mayores gozadas a la que todo aficionado a cualquier arte bella pueda presenciar. Ese tirano banderas, ese retrato implacable de Sam Mendes y Kevin Spacey, quedará grabado en un rincón de mis momentos favoritos de por vida. Y había tanto talento y genialidad en el escenario, tanta entrega y pasión, tanto sudor y lágrimas, que a pesar de la brutal ascensión al poder de esa bestia humana deforme de cuerpo y alma, te calaba los huesos. Es inutil insistir en tanto talento reunido. Lo sabíamos desde que tuvieron la feliz idea de juntar ideas para poner final -una lástima- a este hermoso proyecto teatral del puente entre los actores ingleses y americanos. Digamos como requiem que termina en punta, punta, como en el teatro bueno de verdad. Y que también se puede llorar de emoción estética con cuatro minutos realmente memorables del maravilloso actor americano. Gloria bendita.

Pero los faceros se lo perdieron. Y perdieron la oportunidad de verse retratados con cuatro siglos de anticipación, lo que les llenaría de sorpresa. Dicen que el ministrín de la piedra y la madreña odia el teatro. Entran escalofríos cuando escuchas a otro director de cultura de su imperio decir: «el Jovellanos ye lo que ye». En efecto, el FAC «ye lo que ye» y ya lo sabía hasta Shakespeare. Una lástima que no vivieran en sus carnes, ya apoltronadas de tanto mandar y desmandar, lo que es un dictador moderno.

Y una lástima no ver en cuerpo y alma lo que puede provocar algo tan en apariencia sencillo: un teatro que se puso en pie como un resorte, tras tres horas y media de gozoso disfrute, con tal vez la mayor explosión de bravos, gritos, entusiasmo y agradecimiento que yo haya sufrido. Soy un perro viejo con muchos estrenos en la joroba del «Richard the Third», y todavía he tenido la enorme suerte de asombrarme y de llorar de placer.

Se han perdido los faceros, también, el ejemplo de un animal de teatro que lo deja todo, gana lo justo para pasar un año en blanco diciendo que no a Hollywood y a no sé cuantos proyectos, para hacer por el mundo proselitismo y militancia de unas ideas, de una forma de vivir, de un compromiso cultural y político. Eso se han perdido para que admiraran y aprendieran de su generosidad con los que amamos el arte, que la política no es sólo buscar facturas y encender el ventilador.

Tuve otra inmensa suerte esa noche tras las glorias, nunca mejor dicho. Mi adorada Verónica Forqué y yo vinimos de Madrid al estreno con la intuición de que presenciariamos algo excepcional. Lloramos en esos cuatro minutos en estado de gracia y al final no queríamos irnos del teatro. Fuimos luego como siempre a cenar a La Posada, otro placer con la impagable complacencia de Iñaki y Gustavo. Nos acompaño Saúl Fernandez, ya saben, uno de los mejores críticos de nuestro país como demuestra en estas páginas, que también estaba impresionado. Y nos llevamos la enorme sorpresa de que toda la compañia del Old Vic ya había descubierto su posada para el buen yantar en Avilés. Fue toda una experiencia hablar con algunos de ellos. Vimos que era una gran familia que andará casi un año por el mundo enseñando el talento del gran Willy.

Pero fataba uno. Faltaba el guía espiritual, the «great boss». Al cabo, nos enteramos de que estaba sentado en un banco justo frente a la posada. La noche no podía ser mas plácida. Y Verónica y yo -ella sobre todo, que está arrasando con el monólogo que estrenó precisamente en Avilés hace unos meses- sabíamos lo que sentía el monstruo Spacey. Fue tal el esfuerzo personal e intelectual -ni una duda, concentración absoluta, una dicción enviable--que necesitaba aire y tiempo y unas caladas para volver a ser la persona que era antes de ser ese dictador deforme más de alma que de cuerpo.

Le llevaron unas croquetas y una cerveza y era una gloria verle en el banco recuperándose del inmenso esfuerzo. Ya cenaría más tarde, le dijo a Iñaquí. Y ya a las no sé cuántas apareció Kevin recuperado y listo para cenar con su tribu. Se hizo una foto con Verónica, que estaba como en trance, nos deseó buena suerte y se perdió en la cena tan bien ganada con sangre, sudor y lágrimas. Y esfuerzo. Que es lo que parece que les falta a los faceros.

«Vía Dolorosa» es uno de los mejores textos que tuve el honor de adaptar. Lo estrenó el gran Joaquín Kremel y fue escrito por otro gran autor autor inglés: David Hare. Era una experiencia personal del dramaturo en un viaje a Israel. Acababa con una frase que hoy si que viene a cuento: «¿Piedras o ideas? ¿Que elegimos?»

Eso me lleva a pensar en la vía dolorosa que nos pueden hacer pasar con la cruz a cuestas de la incompetencia. Y mi demagogia termina: ¿Cultura a secas o gaita y madreñes? El pueblo es ya muy sabio, está muy resabiado y seguro que sabrá distinguir. Y elegir. Que acabemos cuanto antes con los Ricardos Terceros que aún pululan entre piedras por nuestros paraísos perdidos.

Yo también apoyo al Niemeyer, «of course».