¿Lo recuerdas, Bob? Me preguntó Joseph desafiante, ahora mucho más cerca. Sí, dije bajando la cabeza. Joseph se acercó a mí. Olía su aliento a vodka, y escuchaba su respiración de fumador. No te he oído bien, Bob. Se acercó más. He dicho que sí, Joss... Ya basta. Joseph llamó a la camarera rubia para pedirle la cuenta. Ella le dijo estás invitado, encanto. Luego volvió a acercarse a mí, que miraba la copa vacía. Bajó el tono de voz. Bueno, pues dos noches después de que te dijera todo aquello acerca de su hija, y de que tú la zarandearas diciéndole que estaba loca, y de que le cerraras la puerta, y la dejaras allí aporreándola, gritando y mojándose por la lluvia, se pegó un tiro en la cabeza en el mismo cuarto de pensión donde pasó aquello. Ahora ya sabes cuándo, cómo y dónde...

Sí... Joseph tenía razón: ahora ya sabía cómo, cuándo y dónde... y no hacía falta ser un genio para imaginarse el porqué. Ahora sí tengo que irme, dijo poniéndome una mano en el hombro. Espero que vengas más a menudo por Saint Simons. Yo también, respondí con la mirada fija en la copa vacía. Los pasos de Joseph se fueron alejando a mi espalda. Unos minutos después escuché el motor del autobús arrancando y a Joseph gritando que el autobús con destino a Chicago estaba a punto de partir. Oí cómo se cerraban las puertas y cómo el sonido del autobús también se perdía de vista a mi espalda.

Entonces levanté la vista de mi copa vacía. Necesitaba otro vodka. La camarera rubia no estaba en la barra. La chica con síndrome de Down se estaba acercando a mí. Llevaba en las manos el bolso de la chica con los ojos color verde esmeralda. Se... se... lo ha de... dejado aquí... Se encogió de hombros. Puso el bolso frente a mí. Le pedí que me pusiera otra copa. ¿Pero dónde está ella? ¿Iba en el autobús de Chicago? Le pregunté. Sí, dijo, sa... salió del ba... baño y se su... subió al autobús... Mientras hablaba con Joseph no la había visto salir. Al echarme el vodka volvió a derramar un poco sobre la mesa. Le hice un gesto para que me dejara la botella. Necesitaba beber un poco más. ¿Y ahora qué ha... hacemos? Me tomé el vodka de un trago. La camarera rubia llamó a la chica para que fuera a limpiar algunas de las mesas cercanas a la barra. Mientras se alejaba vencí el pudor y abrí el bolso. Dentro había un microcosmos de desorden, objetos, carmín, rímel barato, tabletas de pastillas vacías y un pañuelo verde que envolvía un revólver. También estaba el papel doblado que había leído antes de marcharse al baño y de que llegara el autobús de Joseph. Sentí curiosidad por saber lo que estaba escrito. Ahora sé que no tenía que haberlo leído.

Créame si le digo que fue mucho peor leer aquel papel que todo lo que me había dicho Joseph un rato antes. Lo que me parecía extraño en todo aquello era que el azar se me antojaba demasiado forzado, como en una mala novela de policías: que Joseph me hubiera hablado de Katia, que la chica con los ojos verde esmeralda se hubiera dejado aquel bolso olvidado en la barra de la cafetería de la estación de trenes de Saint Simons, que ella y Joseph y yo nos encontráramos en aquel lugar que yo no pisaba desde hacía al menos un año. Todo era demasiado extraño, y a esa extrañeza se le añadía el papel que acababa de leer.

Anoche, mientras conducía hasta este descampado de Chicago, me detuve en un motel de carretera y quemé la carta: fue por rabia, por culpa, por miedo, no sé, pero no porque me implicara en nada de lo que pasó con Katia, ni mucho menos, en lo que pasó anoche. No era más que una carta de amor que escondía noches terribles de infierno. Entre la carta y el revólver envuelto en el pañuelo me había hecho una idea de la situación.

Mi primera reacción fue salir de la cafetería, con el bolso de la chica, arrancar mi Airflow y tratar de dar alcance al autobús donde iban ella y Joseph. Tal vez, si lo hubiera hecho, habría podido evitar lo que ha pasado.

Lo que hice, en cambio, fue pedirle el teléfono a la camarera rubia y llamar al número que el (para mí) anónimo firmante de la carta había escrito en la posdata. Era un teléfono de Chicago. Dio varias llamadas hasta que al otro lado respondió la voz de un anciano. Sólo ahí me di cuenta de que no sabía qué decir: ¿decía que estaba en la estación de Saint Simons?, ¿que tenía el bolso de una chica llamada Alice? No sé por qué, en vez de todo esto, decidí preguntar por Alice. No, Alice ya no vive aquí. ¿Quién es usted? No supe qué decirle y colgué.

No sabía qué hacer. Regresé a la barra. La chica con síndrome de Down volvió de las mesas llevando varias tazas en cada mano. No recuerdo el tiempo que permanecí allí, acodado en la barra, mirando el bolso, el papel, el número de teléfono. Tal vez una hora o dos, tal vez lo que quedaba de vodka. No sé cuánto, lo juro, pero sí sé que lo suficiente como para que, como anticipaba lo que palpitaba siniestramente detrás de las palabras de aquella carta, sucediera lo que ha sucedido. Pedí la cuenta. Me la trajo la chica con síndrome de Down. Pagué. Me despedí de ella y de la camarera rubia.

Estaba muy borracho cuando salí de la estación. Llevaba conmigo el bolso. Me senté al volante de mi Airflow. Arranqué. Volví a leer la carta, memorizando la dirección exacta donde el (para mí) anónimo remitente citaba a la chica:

«Este descampado a las afueras de Chicago, junto a esta carpa de circo abandonada y estas roulottes oxidadas». Arranqué y me incorporé a la autopista 95. Conduje durante todo el día y durante parte de la noche siguiente. Como le he dicho, quemé la carta antes de llegar aquí. Cuando llegué, ya había sucedido todo.

No tengo ninguna duda de que es ella. Nunca podría olvidarme de una mujer así, a pesar de que ella nunca supo que yo existía.

Pero le juro que no tengo nada que ver con el disparo en la frente que ha cerrado sus ojos color verde esmeralda para siempre. Aunque si quiere puede detenerme por todo lo demás.