Todas las tardes, a las siete en punto, los cuatro se reunían en aquel café. Luis Gómez-Tabanera era traumatólogo. En realidad se apellidaba Gómez Pérez, pero gracias a un cuñado que trabajaba en el Juzgado había logrado sin levantar polvo pegarle al Gómez el segundo apellido de una bisabuela, para tener un nombre acorde con su categoría. Cada mañana, lo primero que hacía nada más llegar al hospital, era cambiar su ropa de calle por un pijama verde digno de un extraterrestre, calar la gorra del mismo color y forma idéntica a las de los presidiarios en las películas viejas. Después metía el fonendo en el bolso de pecho, cuidando que las gomas no le tapasen lo de «Dr. Tabanera», calzaba unas chocantes chanclas blancas de suela rígida, híbridas de madreña y pantufla, ponía cara de ligera preocupación, ladeaba ligeramente la cabeza y, como todos los días desde que había obtenido la plaza, se miraba en el pequeño espejo de la taquilla y con voz suave enhebrada con orgullo murmuraba la frase marmórea, definitiva, que troquelaba su triunfo en la vida:

-¡Si me viera mi madre...!

Ya estabilizado, vestido como Dios manda y con paso marcial, se dirigía por el pasillo, en el que suponía había más gente, hasta el bar del hospital para, rodeado del pueblo llano, como correspondía a su talante democrático, tomar la arrancadera.

-Su café con sacarina, doctor.

-Gracias, Paco

Frente a él, en la mesa de la tertulia siempre se sentaba D. Javier, 58 años, con el pelo bien cortado y peinado hacia atrás, manos finas y maneras delicadas. Muy culto. Aunque no era asturiano -había nacido en un pueblo remoto de Los Arribes, provincia de Salamanca, en la raya con Portugal-, se consideraba totalmente integrado. Hijo de un pastor, pronto supo que lo suyo no era arrancar el pan arreando a cantazos las ovejas por los eriales, pero sin duda le quedó algo de aquello porque había elegido dirigir otro tipo de rebaño: las almas, y hacía años que era obispo auxiliar. Aunque para la tertulia se vestía de clergyman, sólo se sentía bien al poner su sotana de botonadura púrpura con faja y solideo del mismo color. Sin esa ropa tenía la impresión de no existir, de que ningún fiel lo miraba, a pesar de ostentar -con toda la humildad, eso sí- su importantísimo cargo. Por eso jamás iba desde su casa de la calle del Rosal, donde vivía atendido por una sobrina, hasta el Palacio Arzobispal sin su lujosa ropa sacra.

-Buenos días, ilustrísima.

-Hola, Manolo.

El tercer tertuliano era Fermín Bohórquez de Casallana, recién ascendido a general de brigada por edad. Pequeñín, un poco tripudo y regular contador de chistes verdes mojados en buenos tragos de coñac Tres Cepas -la vida de la milicia siempre marca-, temblaba cada vez que su mujer, de mal nombre La Coronela, le dirigía la palabra

-¡Venga, Fermo, que ya tienes en el patio a la tropa formada!

-Gracias, Marisina, estoy acabando de sujetarme el fajín.

-¿Qué medallas llevas hoy?

-Las de reglamento. Ya me las puso el ordenanza, Marisina.

-Pero por Dios, Fermo, ¿adónde vas con los pompones del fajín así, todos agurullaos?

-Da igual, tengo que bajar ya, Marisina.

-¡Fermo, que no cogiste las gafas de espejo...!

-¡¡Sénten arms!!

-¡A la orden de Vuecencia! ¡Sin novedad en la Brigada!

-Gracias, comandante, muchas gracias. Por favor mande descanso.

Mira que habían pasado años y aquello todavía le ponía. Él subido en la pequeña tarima, los oficiales, de faena, con su gorra ladeada y en el cuello el pañuelo a juego, tiesos como palos, y la tropa en perfecta formación detrás. El mundo a sus pies. La maldición era que en esos momentos siempre le venía a la cabeza el comentario de su mujer:

-No te enchipes, Fermo, que sin uniforme no eres más que una gamba.

Marcial Fernández de Pimiango y Pérez Ardura, el cuarto miembro de la tertulia y juez del n.º 5 de penal -también había arreglado un poco sus apellidos-, sólo estaba arrepentido de una cosa: no ser inglés. Si desarrollase su función en el Reino Unido gastaría también peluca, como Luis XIV, y mazo de buena madera de roble.

-¡Silencio, orden en la sala, zas, zas! ¡Orden en la sala, zas, zas, zas!

Eso era otra cosa, otra prestancia, otro mundo. En España no merecía la pena pertenecer a la judicatura. Lo único, los bordados en la bocamanga, total nada. Pero no quedaba más que adaptarse al terreno. Y le funcionaba: cuando entraba en la sala en medio de los vuelos un poco buscados de su toga se desquitaba de tantos años de sufrimiento.

-Ye rarín -decían de él, riendo, los compañeros de clase de Derecho, en el caserón de la calle San Francisco.

Quizás ahí estuviese la fuente de su enfermiza timidez, tan grande que le hacía huir de las mujeres, y eso que ya de aquella enloquecía por saber cómo era un beso. Pero tuvo que acostumbrarse, y cuando murió su madre el único escudo que le quedó fue su toga. Ahí dormía la fuerza, y gracias a ella construyó su fama de juez duro como el fierro. Por eso su testamento sólo tenía dos cláusulas: legaba todos sus bienes a la Santa Madre Iglesia y ordenaba que usasen su mejor toga de mortaja. Quería llegar ante el Señor como debía de ser.

Aquella tarde la tertulia ardía impregnada de santa indignación. Comenzaba la semana de los Carnavales.

-¡Qué vergüenza, gente de tres al cuarto vestida de cardenal o de magistrado!

-¡O de cirujano!

-¡O de caballero legionario; vienen hasta con la cabra, los muy caraduras!

-¡Qué infamia! ¡Qué escándalo! ¡Qué indecente!

-¿Pero de dónde nace ese afán enfermo? ¿Por qué la gente se empeña en disfrazarse? ¿A qué obedece esa desviación? ¿Por qué una persona del común no puede ir vestida como en puridad le corresponde, díganmelo ustedes, por favor?

-¡Qué tiempos nos toca vivir, está claro que se hunde el mundo, que ha llegado el lodo!

-Pretenden subvertir el orden lógico de la sociedad, señores. No son otra cosa que bucaneros que intentan con esas vestimentas de alquiler aparentar lo que no son.

Para analizar este tenebroso asunto -¿quién va por la vida disfrazado y quién no? ¿Es el Carnaval una desviación? ¿Está en peligro de extinción la gente de orden?-, el próximo viernes 19, en la Casa de Cultura «Alberto Vega» de La Felguera, Jerónimo Granda, autoridad mundial en la materia y agregado cultural en la UNESCO, volará desde Ginebra hasta Langreo para defender la tesis «El Carnaval no está en crisis», acto organizado por los tres poderes: la Asociación Cultural Cauce del Nalón -el poder de las ganas de vivir-, con el apoyo del Ayuntamiento de Langreo -el poder legal- y Cajastur -los de la pasta, el poder real.