Alguien escribió en otra época que en este país a los españoles nos gustaba salir a la calle con los curas, aunque unos preferían ir delante rezando con ellos en las procesiones y otros detrás, dándoles garrotazos. La fama, justificada por la historia aunque no lo queramos, sitúa a los habitantes de la Montaña Central en este último papel y cuando aparecemos citados en el santoral salimos malparados porque siempre se nos asocia con el asesinato en octubre de 1934 de los frailes de Turón y en ese desgraciado asunto los autóctonos jugamos ante el mundo del catolicismo el mismo papel de desalmados que los vietnamitas que martirizaron a nuestro santo más próximo: San Melchor de Quirós.

Sin embargo, hoy estoy seguro de que se van a sorprender cuando sepan que el personaje de las Cuencas que hasta el momento ha sido objeto de más biografías y publicaciones sobre su vida, dentro y fuera de nuestras fronteras, no es ningún político, sindicalista, artista o aventurero sino una mujer que actualmente se encuentra en el umbral de los altares de la Iglesia romana, aunque sus fieles la llaman desde hace tiempo la santa de Sueros.

Los libros que se ocupan de su vida se cuentan por decenas, algunos traducidos a varios idiomas, porque los fieles de la venerable Práxedes Fernández García también se reparten por todo el mundo, y periódicamente se edita un boletín informativo apoyando la causa de su canonización que se distribuye por Europa y América y en el que aparecen las peticiones de sus devotos y las gracias que les concede curando sus enfermedades o apartando las desgracias de sus vidas.

Las biografías repiten los mismos datos adornándolos según la maestría de sus autores, pero siguen publicándose porque las ediciones se agotan rápidamente. Sus títulos anuncian su contenido: «Práxedes Fernández, apóstol de la civilización del amor»; «Práxedes Fernández, un caso carismático»; «Práxedes Fernández, prodigio de santidad»; «Práxedes Fernández, camino de los altares»; «Práxedes (1886-1936), mensajera de reconciliación», y así casi todos, aunque también hay alguno más poético: «Un diamante en la Cuenca Hullera. La sierva de Dios Práxedes Fernández».

Está todo tan dicho que la cabecera de este mismo artículo tendría que ser: «Práxedes, la santa de Mieres», pero para ser un poco original he preferido centrarme en el aspecto místico de su testimonio, empezando por aclarar a quienes desconocen o han olvidado estos asuntos que la mística es una vivencia religiosa difícil de definir que lleva a la persona al conocimiento de lo divino empleando en ocasiones caminos tan tortuosos como el desprecio al propio cuerpo o la vivencia de fenómenos extraordinarios.

Y qué otra cosa puede decirse de Práxedes Fernández, que citaba a menudo a santa Teresa, salía a caminar con piedras colocadas en los zapatos, ayunaba a veces hasta tres días seguidos y se mortificaba clavándose agujas en los dedos y azotándose con correas hasta el punto de que el sonido de los golpes alarmaba a sus vecinos. Aunque los incrédulos tengan otra opinión, para los más piadosos esos suplicios no son más que pruebas de santidad, y a ellas hay que sumar otras experiencias extraordinarias, como la que contó uno de sus confesores manifestando que «mientras oraba un día ante el Santísimo expuesto en la Capilla de la Fábrica de Mieres, había visto a Jesucristo en la Hostia envuelto en resplandores».

El seis de octubre de 1953, Mieres vivió el acto religioso más importante de su historia reciente cuando en la parroquia de San Juan Bautista, monseñor Labrador, arzobispo dominico, concelebró una misa en honor de esta mujer con 25 sacerdotes de las Cuencas, ante la presencia de más de dos mil fieles y las religiosas del Hospital de Fábrica, que había sido uno de los lugares elegidos para sus oraciones, y el siete de noviembre de 1957, se inició en el mismo templo, su expediente de beatificación, que se clausuró en la década de 1970, para pasar al Vaticano, tras recibir el apoyo de 126 obispos de todo el mundo.

Esto quiere decir que los mayores conocen de sobra la fama de Práxedes, pero no así los más jóvenes, de manera que vamos a contarles quien era, para que todos, creyentes, agnósticos y ateos, conozcan a la más cristiana de sus vecinas.

Práxedes García nació el 21 de julio de 1886 en Puente La Luisa (Sueros) en un ambiente obrero y católico y se bautizó en la parroquia de Seana, donde una placa recuerda el hecho. Fue hija, hermana y madre de mineros, casi todos trabajadores de Hulleras de Turón, y aunque manifestó desde niña su vocación religiosa, por la enfermedad de su padre tuvo que conformarse con ser catequista y directiva de las Hijas de María hasta que en 1934, dos años antes de su muerte, se convirtió en terciaria dominica.

En 1891 se trasladó a Ablaña y el 25 de abril de 1914, cuando tenía 28 años se casó, también en Siana, con Gabriel Fernández, un electricista de Valdecuna, con el que fue a vivir a una casa alquilada de Figaredo. La familia tuvo cuatro hijos, el último nacido tres días antes de que el marido falleciese en un accidente ferroviario, lo que obligó a la madre a trabajar como criada, al servicio de otros familiares más pudientes.

«Dios lo ha querido» -dicen que fue su reacción ante el suceso, la misma que tuvo once años más tarde, cuando otro tren alcanzó la camioneta en que viajaba su segundo hijo matándole también. «Él ha dispuesto así la muerte de mi hijo y debo aceptar los deseos de su voluntad de buen grado» -le contestó al conductor que fue a darle el pésame.

Asumía todas las desgracias según los cánones de la resignación cristiana y por ello decía a quienes la consolaban: «Esto todavía es poco para mí: Dios me dé más que sufrir», y mientras tanto regalaba sus ropas y las de sus hijos y ofrecía su desayuno y su cena a quienes lo necesitaban, olvidando su propio hambre y el de los suyos.

Seguramente en la formación de esta actitud tuvo mucho que ver el obispo Manuel González García, que actualmente también es reconocido por el Vaticano como beato. El llamado «Obispo del Sagrario» visitaba por los veranos a los condes de Mieres, y con él mantuvo largas conversaciones en la casa de la Gerencia que orientaron su visión de la fe: «Sin Misa y sin Comunión -repetía según sus enseñanzas- los días para mí no tienen sol».

Y cumplía de verdad lo que decía, porque según el testimonio de la dominica María Canal Gómez, destinada en el Colegio de Fábrica, Práxedes llegaba todos los días hasta la capilla del edificio en el trenillo de las ocho y cuarto de la mañana para oír misa, después de cumplir el mismo rito en la iglesia de los padres pasionistas y aún remataba el día con otra más: en la primera se preparaba para la comunión, en la segunda comulgaba y en la tercera daba gracias?

Práxedes tuvo en vida la que para ella fue la mejor de las recompensas cuando uno de sus hijos, Enrique, decidió profesar como dominico; ella le acompañó hasta la Escuela Apostólica de Las Caldas de Besaya para que iniciase sus estudios y la correspondencia que le envió, cuarenta y siete cartas, son hoy un documento fundamental en el proceso que tramita la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos.

Tras la Revolución de Octubre, marcada especialmente por la persecución religiosa en Mieres, se trasladó a vivir a Oviedo, donde siguió cumpliendo su estricta vida religiosa en la parroquia de Santa María la Real de la Corte en Oviedo, que tenía casualmente una imagen con la misma santa que había visto en su niñez de Siana: «Hay una Santa Rita muy hermosa de un tamaño grande, y varios santos muy bonitos que aquí no explico», le escribió en una de las cartas a su hijo. Y allí transcurrieron sus últimos meses, entre misas y paseos con su madre por el campo de San Francisco, hasta que la guerra volvió otra vez a interrumpir su tranquilidad.

Así, una tarde sufrió un ataque de apendicitis, imposible de operar en la ciudad sitiada, y el médico la obligó a guardar reposo. Fue inútil, Práxedes murió a las 18.30 horas del día 6 de octubre de 1936 después de haberse escapado de la cama unas horas antes para oír misa y comulgar por última vez.

Seguro que ya lo conocen por las películas: para que culmine con éxito un proceso de beatificación, la Iglesia Católica determina que es necesario certificar algún milagro. El caso de Práxedes Fernández sólo está pendiente de este trámite.